un caso que reescribe la historia

La gran decepción

Imágenes de Jordi Pujol, recibiendo el calor popular entre 1997 y el 2010

Imágenes de Jordi Pujol, recibiendo el calor popular entre 1997 y el 2010

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Lance Armstrong ganó porque hizo trampa. A diferencia del ciclista, Jordi Pujol ganó mientras hacía trampa. No fue presidente y tótem del nacionalismo catalán porque escondiera un capital en el paraíso, pero pasó que, en el triunfo, en la elevación, convivió con la falsedad. Tenía altura moral y era altivo. Su altura se imponía de manera natural entre la gente de bien, como la ley de la gravedad, como la voz del gurú de la tribu, mientras que la altivez -una superioridad que inflamaba de éticas inexpugnables- exigía una aureola de mesías, de aquel que marca el camino recto, el que dice no solo lo que es justo sino lo que es necesario, y, en consecuencia, el que escribe el catecismo.

Con la confesión -aquella «expiación», tal como él mismo la llamó- cae el modelo de referencia y provoca así un vacío sentimental. Asimismo, se derrumban los argumentos que tantos tuvieron que escuchar, reñidos por el maestro, en formato de arenga y lección espiritual. Se desmenuza la auctoritas -la altura de los valores, que es un activo inmanente a la personalidad- justamente porque descubrimos que la potestas -la fortaleza de quien detenta la razón- se fundamentaba en lo que el escritor Emili Manzano ha descrito como «llevar la ropa interior moral sucia».

Hablo de todo esto con Miquel Àngel Ferrés, un cura de Olot. En 1991 era párroco de Sant Cugat, en Salt, y al mismo tiempo director de la Hoja Parroquial de la diócesis de Girona. Se indignó por aquella famosa campaña de la Generalitat que anunciaba: El trabajo bien hecho no tiene fronteras. Para denunciar el dinero invertido de manera innecesaria en la promoción, Ferrés escribió «un texto firmado por la redacción en el que comparaba el comportamiento de nuestros gobernantes con otros ejemplos como el de Havel, que tenía, en mi opinión, una manera diferente de entender las relaciones entre la moral y la política». Aquel escrito levantó ampollas y se hicieron eco muchos medios. Al cabo de unos días, el obispo Camprodon y el sacerdote Modest Prats, implicado en la defensa de la lengua y del país, recibieron una llamada personal de Pujol. «Estaba muy ofendido y se quejaba del trato que recibía de la Iglesia». En el discurso institucional de aquel fin de año, el 30 de diciembre, el presidente habló con vehemencia de «la defensa del temple moral de la sociedad catalana ante el incremento del desinterés por el bien común y la falta de autoexigencia» . Ferrés lo asocia al episodio de la Hoja Parroquial: «Recibí un sobre, dirigido expresamente a mí, con el contenido del discurso. Si algo no soportaba Pujol, creo, es que se pudiera cuestionar su implicación con los valores robustos de la sociedad».

Este -la cuerda de los mandamientos y de las lecciones que se deshilacha ante el mea culpa- ha sido el impacto más grande que han sufrido tanto los convergentes de toda la vida como los votantes que confiaban en un Pujol imperturbable, de machamartillo. La reacción de un militante gerundense de indudable pedigrí nacionalista es lacerante: «En las primeras reuniones que tuvimos en la clandestinidad nos advertía de que la lucha por Catalunya no era gratuita y que nos tocaría poner dinero. Quién lo iba a decir. Ahora, esto es un duro golpe en varias líneas de flotación. Costará aguantar el barco. Se me hunde un referente básico, pero déjame decir que le tengo un punto de compasión, él, que ha sido admirado e incluso venerado por generaciones de catalanes, ahora, haberlo hundido todo así. Debe estar destrozado, no creo que se rehaga nunca más, humanamente».

La compasión

Compasión es una palabra que se ha repetido mucho estos días. La han pronunciado el propio Artur Mas y Francesc Cabana, el cuñado de Pujol. La pena que se experimenta ante la desgracia de otro, incluso la necesidad de formar parte de ese sufrimiento, porque son conscientes de que el legado de Pujol forma parte de sus vidas y ahora está manchado hasta el punto, de «oscurecer el lugar que te había reservado la historia». Son palabras de Carme-Laura Gil, exconsellera de Educació y amiga del president, que escribió una carta abierta en su blog Coc ràpid. Es la expresión dolorosa de quien se siente desamparado. «He sentido desolación», dice, pero al mismo tiempo niega la necesidad de la compasión, «que le minusvalora». Pujol, para ella, «se ofrece como víctima, no pide piedad, está dispuesto a la expiación». Es una lectura posterior, casi de raíces bíblicas, que quiere superar el impacto inicial, terrible, el desconcierto que provoca la anagnórisis. Esta palabra extraña describe, en las tragedias griegas, el momento del reconocimiento de un hecho o de una persona, hasta entonces desconocidos. El enfrentamiento con la realidad «da un giro decisivo al argumento y conduce al desenlace». Es el caso de Edipo cuando descubre que ha matado a su padre sin saber que lo era y que, después, ha sido el amante de su madre. Ante esta evidencia, se vacía los ojos.

Muchos de los que profesaban una «devoción casi religiosa» por Pujol, como ha escrito Quim Monzó, colisionaron de manera violenta, con un descubrimiento que conduce a la zozobra. ¿Qué hacer frente a ello? Está el exabrupto cómico, como el del actor Toni Albá («hacía todo lo posible para saltarse la Hacienda del estado invasor», un gag que ha sido dicho muy seriamente); la irritación (la viuda de un convergente fundador del partido me confiesa: «¿Y ahora en quién puedo confiar, yo?»); el análisis frío (como el de Trias, cuando habla del «lastre que dejamos ir»); y, entre otros, la de quien contempla el desastre como un auténtico sacrificio. Lo decía Jaume Sobrequés en una tertulia de TV-3: «Como Cristo, se inmoló para salvar a su pueblo». No se aleja mucho de la idea de Carme-Laura Gil, la expiación del pecado: «De ésta, tu culpa, aprenderemos y la nueva Catalunya que ahora nace y que tú cimentaste será limpia y ejemplar y un lenitivo para tu tristeza».

Redención colectiva

La figura de Pujol como mesías que tiende a la muerte política, a la inmolación regeneradora para la redención colectiva de su pueblo, puede ser vista como hilarante, pero también como un recurso de urgencia para evitar el colapso que la confesión ha generado en sus filas, tanto entre los acólitos como entre quienes respetaban (y votaban) su aparente integridad. Expiar es borrar la culpa (cosa que creo que aquí no sucede) pero también reparar la falta después de haber cumplido una condena. La condena de Pujol no será judicial sino moral. «Me recuerda», me dice aquel primer convergente, «una escena de una película del Oeste en la que Errol Flyn es despojado de los galones de oficial por una ofensa al honor. Una muerte en vida».

Que Pujol deje de ser molt honorable es el peor final para una historia, para una biografía que él, como confesó a Albert Om hace un año, «aún puedo estropear».

Alguien que hablaba de ética y política como un binomio «necesario y difícil» (¡y tan difícil!) en una de sus últimas conferencias, el año 2012. Alguien que escribió El caminante ante el desfiladero para expresar el momento en que el camino se hace estrecho y empinado, sin pensar, seguramente, en una excursión tan abrupta. Alguien que combinaba la altura moral y la altivez política como factores inseparables de su reinado. Alguien, este Jordi Pujol, que a estas alturas, quizás relee El rey Lear. La historia de un anciano que se equivoca a la hora de administrar la herencia y que termina sus días, ciego y desvalido, con el único consuelo de unos pocos fieles desmoralizados que aún no entienden si este cuento que acaba en drama es una expiación bíblica, una bajada a los infiernos o una inmolación ritual sin sentido que no garantiza la vida eterna y que quizás incluso privará al pueblo escogido de pisar la tierra prometida. Más allá del desfiladero.