Cuidado con las carteras

El turismo masivo atrae parásitos. Los carteristas son como un problema esférico

Un empleado del metro pugna con unas carteristas mientras una de ellas finge un desmayo, en el 2011.

Un empleado del metro pugna con unas carteristas mientras una de ellas finge un desmayo, en el 2011.

ELOY Carrasco

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Hay dos clases de personas que meten la mano en bolsillo ajeno sin permiso, por eso es preciso vigilarlas: políticos carteristas. Los primeros, por lo general, prometen estos días justamente lo contrario, jactándose de que sus planes serán los que menos dinero le costarán al contribuyente (ya lo veremos). Los segundos son un tipo de parásito social que, como los piojos en la escuela, buscan una mata de pelo en la que poner los huevos, y esa melena en Barcelona se llama turismo.

En los círculos económicos (hoteles, comercio, taxis) no es muy popular denigrar las invasiones bárbaras. Estamos vivos, al parecer, gracias a ellas, aunque hablando de huevos los hemos puesto todos en el mismo cesto y eso tendrá consecuencias algún día. Pan para hoy, pero siempre un problema esférico: lo pongas como lo pongas, es un problema.

A los carteristas, decíamos, estas oleadas humanas les parecen maravillosas. Por ejemplo, cuando un supercrucero atraca en Barcelona el verbo se puede acabar volviendo en contra de los viajeros despistados. Hace unos días echó el ancla en el puerto The World, quintaesencia del barco de ricos, el lugar donde un mitin de Ada Colau sería absurdo por mucho que se disfrazara. Los pasajeros son a la vez dueños de los camarotes, que cuestan de tres a ocho millones. No se meterían en el metro aunque hubiese un ataque aéreo, así que se perdieron la advertencia de la conductora de un convoy de la línea 4 el domingo pasado, a la hora del vermut: «Están ustedes apelotonados en los dos primeros vagones y los demás van vacíos, les aviso de que eso les viene de perlas a los carteristas». Naturalmente, tres cuartos del pasaje no entendió nada.

Sí sabe de eso un individuo que, sin haber sido monaguillo antes que fraile (carterista, sí; ladrón, nunca), posee unos dedos virtuosos con los que se ganó la vida en espectáculos en los que desplumaba a los espectadores sin que notaran nada. Bob Arno es un sueco veterano que ha corrido mucho mundo y, tras sus comienzos teatrales, se dedica desde hace dos décadas a impartir conferencias y cursos sobre seguridad. Un azote de pickpockets que contesta al otro lado del correo electrónico. Considera que Barcelona es muy atractiva para los granujas de manos hábiles. En alguna ocasión ha dicho que esta ciudad -por la aglomeración turística, la abundancia de congresos y, sobre todo, por una presión judicial laxa- viene a ser un desahogo para los mangantes: cuando uno de ellos está en baja forma porque no pilla ni una cartera en Roma, París o Estocolmo se muda a Barcelona para recuperar la autoestima.

Arno, que vive en Las Vegas y viaja constantemente con su mujer, Bambi Vincent (ella, metida en el papel, se define como su «cómplice»), tiene clasificados a los chorizos por nacionalidades, técnicas, edades, razas, ropas y hasta por el fabuloso olfato de algunos para detectar a policías de paisano. «Barcelona es una ciudad muy cosmopolita, ladrones de distintos países se mezclan con el resto de la gente y pasan desapercibidos. En los últimos años he hablado con muchos y reconocen que aquí hay muy buen ambiente de trabajo».

El señor Arno está perfectamente informado de que un smartphone en una terraza barcelonesa dura menos que un caramelo a la puerta de un colegio. Considera que «el 90% de los métodos de los carteristas son los mismos de hace 10, 20 o 40 años», pero el 10% restante es un condenado mutante difícil de apresar. «Muy sofisticados», dice, y aconseja: «¡Nunca piense que usted es inmune, que a usted nunca le van a robar!».

Asegura que ha visto miles de informes de víctimas de robos en Barcelona, y que con cientos de ellas ha hablado en persona. No le gusta pontificar sobre lo que un país que no es el suyo debería hacer con las leyes. «Aunque me apasiona el tema, para mí es incómodo meterme en eso», responde, pero suelta al fin las dos palabras que cree que resolverían el problema: «Voluntad política».

Aquí hay un hombre pidiendo a gritos una cartera de concejal.