Desaparece una figura clave de la transición

'La dignidad de la política', por Reyes Mate

Ruiz-Giménez entendía la democracia como moral

REYES Mate
FILÓSOFO E INVESTIGADOR DEL CSIc

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Marino Ayerra, el cura que llegó a Alsasua el 17 de julio de 1936, es el autor del relato más conmovedor de lo que supuso el golpe franquista a una conciencia cristiana, titulado Malditos seáis. No me avergoncé del evangelio. En un momento determinado cuenta cómo, incapaz de hacer ver a su obispo lo anticristiano del apoyo eclesiástico a los matones, vestidos de requetés y falangistas, que se multiplicaban por los pueblos navarros, osó formular un aviso que ha resultado profético: «La Iglesia pagará en el futuro con la moneda del descrédito cualquier aproximación a la convivencia libre de los españoles».

La maldición alcanzó de lleno a Joaquín Ruiz-Giménez cuando, en las primeras elecciones democráticas, en 1977, hizo una oferta a la ciudadanía española con el partido Izquierda Democrática, que quería restañar la vieja herida entre democracia y cristianismo. Se quedó solo, y su vocación de puente, frustrada. Ahora, en el momento de su muerte, es de ley recordar su vocación pontifical y preguntarse por qué tuvo tan poco éxito quien hizo tanto.

Aunque a don Joaquín no le gustaba recordar su etapa de ministro franquista, lo cierto es que si concitó tanta animadversión entre los suyos fue porque él creyó, con Laín Entralgo, Aranguren o Ridruejo, que había llegado el momento de tender la mano a los vencidos. Aquello sonó a flaqueza y los falangistas pusieron a Sor Intrépida, que así le motejaban, en la tesitura de irse.

Si desde dentro no había nada que hacer, se podía intentar el diálogo entre los que se situaban en los márgenes del régimen y los opositores declarados. Nació así la revista Cuadernos para el Dialogo, un invento con el sello ruizgimeniano. En los debates del comité de redacción se daba citan comunistas como Tamames o Claudín, cristianos progresistas, como Pedro Altares, democristianos como Peces-Barba, socialistas como Elías Díaz o Enrique Barón, amén de una amplia gama de filósofos, sociólogos, artistas o literatos. Era un ensayo de democracia, solo que realizado en los años 60, bajo la inspiración de un cristiano iluminado que se sentía apoyado no ya por su Iglesia nacional, sumida en el nacionalcatolicismo, sino por la autoridad del concilio Vaticano II.

La llegada de la democracia deshizo aquel foro plural y creativo. Cada mochuelo se fue a su olivo, iniciando así la funesta manía de sentirse a gusto con los que piensan igual y desconfiar del otro. Ruiz-Giménez quiso competir en ese nuevo tablero con un partido que decía inspirarse en los valores progresistas cristianos que habían animado la etapa de Cuadernos. Pero ahí se encontró con la enemistad de Enrique Tarancón, a la sazón patrón de los obispos españoles. Sería difícil precisar qué pesó más en él: si el desastroso balance de la experiencia política de la Iglesia durante el franquismo o la animadversión que sentía por cristianos tan libres como Ruiz-Giménez. Tarancón no quería repetir ni de lejos la alianza entre el poder y la religión, pero tampoco se fiaba de alguien dispuesto a defender una sociedad cuyas reglas de convivencia resultaran de un diálogo con comunistas o laicos, por ejemplo. El resultado fue un nuevo fracaso.

El primer Gobierno de Felipe González le premió, a modo de consolación, con el cargo de Defensor del Pueblo, que él se tomó muy en serio. Se convirtió en la voz de los sin voz y con su saco de quejas iba recorriendo los despachos ministeriales pidiendo explicaciones con la modestia de quien respeta la responsabilidad del otro, pero con la firmeza de quien sabe que lo que pide es justo. Hasta para aquellos jóvenes ministros y altos cargos socialistas, recién llegados y con los mejores ánimos, el celo de don Joaquín era excesivo. No entendían, en efecto, que para este hombre la política no era un programa de actividades sino una vocación que emanaba de profundas convicciones morales o, más exactamente, religiosas.

Las primeras noticias de su muerte vienen acompañadas de un breve resumen biográfico en el que se destaca que fue un «hombre de la transición». Es verdad, pero es inexacto porque la transición silenció la revista que él creara y no permitió que prosperara su partido político. Ruiz-Giménez fue el hombre que antes, durante y después de la transición entendió la democracia como algo más que la conquista y ejercicio del poder. Él fue la primera víctima de lo que Aranguren llamó el desencanto de la transición, pero tuvo el valor de mantener vivo, en el seno del fracaso político, el valor de la democracia como moral. Hombres públicos como él salvan la dignidad de la política.