Yo también la saltaría

JORDI ÉVOLE

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Viernes, 6 de la mañana. Tercer día de patrulla por la carretera que rodea la valla que separa África de Europa por Melilla. Sin duda el día que menos Policía Nacional y Guardia Civil nos encontramos en nuestro recorrido. Solo hemos escuchado un helicóptero sobre las 2 de la madrugada, y poca cosa más.

Hasta que llegamos al cruce que hay justo a la altura del CETI, el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes. Allí, un coche de la Policía Local de Melilla corta la carretera. Justo al lado, un descampado. Aparcamos. Al bajar las ventanillas, el primer indicio, el mismo que nos había relatado el sargento Pedro el día anterior: unos perros ladrando. Y justo después, unos gritos en la lejanía. «Bossa, bossa» (Victoria, victoria). No hay duda. Hoy hay intento de salto.

Subimos a pie los 300 metros de carretera que nos separan de la valla, y aunque aún es de noche vemos la sombra de seres humanos -sí, seres humanos, no murciélagos ni nada parecido- que, encaramados a la alambrada, gritan al acercarnos, y más cuando llega una ambulancia.

A esas personas, que tantas veces hemos deshumanizado considerándolas «una avalancha», hoy las vemos de cerca. Pero es que ayer aún las vimos más de cerca. Porque subimos al monte Gurugú y pudimos conocer cómo es esa última estación -aún en suelo marroquí- antes de alcanzar el sueño europeo. La dureza de la vida en ese monte es tal que ya no hay nada que perder. Ni la valla más alta, ni el foso más profundo, ni las cuchillas más afiladas van a poder contener la desesperación que provoca el hambre, la miseria o las ganas de soñar con un mundo mejor.

Norte-Sur

Un día después, algunos de ellos  han intentado saltar la valla. Muchos van descalzos, para poder trepar mejor. Desde el CETI también se escuchan gritos de «Bossa, bossa». Los inmigrantes residentes del centro jalean a sus compañeros de la valla, que les responden con más gritos. «Bossa, bossa». Es una especie de «Hola, fondo norte; hola, fondo sur» como el que se puede oír en un campo de fútbol, lo único que aquí las connotaciones Norte-Sur son mucho más profundas.

La Guardia Civil se despliega. Y cuando ya cree que hemos captado la imagen de la valla con esas personas colgadas de un sueño nos obliga a retirarnos a una distancia prudencial desde la que ya es imposible grabar nada. «Es por vuestra seguridad», nos dice. Claro. Gracias. Entonces procede a bajar a los subsaharianos y a devolverlos a territorio marroquí. Ya no vemos nada. Solo escuchamos ladridos de perros rabiosos, golpes y gritos humanos de dolor. Pero de eso ya no habrá imágenes, no sea que afecte a nuestra conciencia. Y de los dos subsaharianos muertos en el último intento de salto tampoco tendremos noticias. El sueño se ha acabado, y las puertas de lo que tenía que ser un supuesto cielo se convierten en las puertas del infierno.