Las revueltas y las legitimidades

¿Y estos quiénes son?

La historia de Hungría y la de Catalunya presentan algunos paralelismos aleccionadores

RAMON FOLCH

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En 1956, cuando los tanques soviéticos entraron en Budapest y aplastaron la revuelta húngara encabezada por el propio primer ministro Imre Nagy, yo tenía 10 años. Me acuerdo muy bien. La pasividad occidental (eran tiempos de guerra fría) y la inicua violencia del amortizado y francamente reaccionario comunismo soviético de aquellos años acabaron con la voluntad popular húngara y con la vida de Nagy. Los tanques del Pacto de Varsovia volvieron a las andadas en 1968, esta vez en Praga, para cortar las alas al movimiento aperturista dirigido por el primer secretario del Partido Comunista de Checoslovaquia, Alexander Dubcek.

Cosas del poder absoluto, se ejerza en nombre de quien se ejerza. Para un joven de izquierdas como yo, el despotismo soviético era una angustiosa pesadilla. El franquismo y aquel socialismo tan mal entendido me amargaron la juventud. O, tal vez, me enseñaron que la derecha moral puede camuflarse bajo cualquier bandera. Todo símbolo o ideología pueden traicionarse en nombre de la ortodoxia, desde el cristianismo hasta el marxismo, basta fijarse en la Iglesia o en la URSS.

Visité Budapest por vez primera en 1989, en las postrimerías de la época comunista. Kálmán Faluba, que conjuntamente con Károly Morvay estaba preparando su Diccionari català-hongarès (1990), me hizo conocer a Lajos Kossuth y Sándor Petöfi. Salvando las distancias, vienen a ser Valentí Almirall y Jacint Verdaguer. Los húngaros les adoran. Ambos lideraron la fracasada revolución de 1848 contra los Habsburgo-Lorena austríacos, que eran los Borbones castellanos, digamos. Los húngaros se salieron con la suya en 1918, pero pronto llegaron los soviéticos (que los libraron de los nazis locales, bien es verdad) y vuelta a empezar. Hasta que Nagy dijo basta en 1956. Fue ajusticiado, como Lluís Companys. Luego János Kádar gobernó como pudo. Desde el 2004 Hungría es miembro de la Unión Europea. Siempre estuvo en el corazón de Europa, en realidad.

En muchas calles europeas proliferan estatuas de bronce de personajes ilustres. A los turistas les gusta fotografiarse con ellas. A mi, solo tres me han atraído en especial: la de Fernando Pessoa en Lisboa, la de James Joyce en Trieste y la de Imre Nagy en Budapest. En los dos primeros, por fascinación literaria; con Nagy, por enorme respeto político. Nagy contempla la Vértánuk tere (plaza de los Mártires) desde lo alto de un puentecillo. ¿Qué debe pensar de tanto acompañante fotográfico?

En Catalunya, echo en falta una de esas estatuas dedicada a Jolánta Árpád-házi, hija de Anras (Andrés) II, esposa de Jaume I el Conqueridor y madre de Pere II el Grande y de Jaume II de Mallorca. Aquí la llamamos Violant d'Hongria, y está enterrada en el monasterio de Santa Maria de Vallbona, cerca de Montblanc, de donde soy oriundo e hijo adoptivo (tal vez por ello siempre me resultó un personaje familiar).

Cuando mi estudio se ocupó de mejorar la eficiencia energética del monasterio, tuvimos que trabajar, emocionadamente, junto a su sepulcro. La madre priora me explicó la estimación que sienten las autoridades húngaras por Vallbona, derivada de su amor hacia Jolánta. En efecto, cuando uno visita la galería de monarcas magiares ubicada en el corazón del Parlamento húngaro, los guías, al llegar a Anras II, siempre hacen referencia a Violant y a  Jaume I y a Vallbona de les Monges. Violant tiene dedicada una calle modesta en Barcelona, en el barrio de Sants. Me falta su estatua.

Todos los reyes de la galería, dispuestos en círculo, miran hacia adelante. Salvo Árpád, el fundador de la primera dinastía húngara (896). Árpád mira a su derecha, donde están los Habsburgo-Lorena austríacos. Los húngaros aseguran, con significativa sorna, que Árpád se pregunta: «¿Y estos quiénes son?» Es una forma de expresar la incomodidad húngara en el seno del Imperio germánico, del austríaco o incluso del austro-húngaro posterior (1867-1918), en los que fueron siempre ciudadanos de segunda. De ahí las constantes revueltas.

La situación ofrece paralelismos evidentes con Catalunya respecto de la monarquía hispánica hasta 1716 y de España a partir de entonces. Súbditos de una misma corona de grado o por fuerza, nunca tuvimos trato de iguales, ni compartimos imaginario. Desde 1716, y especialmente tras la revolución industrial catalana, las tensiones no han hecho sino crecer. El emperador austríaco Fernando I, ante el levantamiento húngaro de 1848, preguntó qué pasaba a su primer ministro Klemens von Metternich. «Hacen una revolución», contestó Metternich. «Sí, ¿pero tienen permiso?», cuentan que replicó el emperador. Para ciertas cosas, los permisos son muy relativos. Ocurre lo propio con algunas consultas. Pienso que húngaros y catalanes, tan distintos, nos parecemos.