El turno

Wikileaks como advertencia

MARÇAL SINTES

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El que a estas alturas ya tenemos que denominar caso Wikileaks presenta incontables prismas. Me referiré hoy tan solo a un par que me parece que son fundamentales. El primero tiene que ver con el interrogante sobre hasta qué punto se puede justificar la interceptación y difusión de información de cariz privado (y, en esta ocasión, también secreta). Porque resulta evidente que, al hacerlo, se produce un daño, dado que se vulnera la privacidad y la legislación que la protege. Además, la revelación de determinadas informaciones puede tener consecuencias realmente nefastas para los intereses colectivos. El dilema enfrenta, pues, transparencia -o, si lo prefieren, verdad- y responsabilidad. De lo que se trataría, en términos generales, es de calibrar si el interés público -concepto ciertamente difícil de delimitar- de cada una de las revelaciones compensa, es mayor, que el mal causado. Si no, los medios de comunicación deberían abstenerse de difundirlas.

El segundo aspecto que quiero comentar trasciende el caso Wikileaks, va mucho más allá. Porque lo más alarmante que nos ha sido revelado por Assange es la debilidad, la vulnerabilidad, de unos sistemas que se supone que son seguros y que deben serlo. ¿Cómo es posible que una pequeña organización capitaneada por un señorito repeinado sea capaz de extraer centenares de miles de documentos de las entrañas de la primera potencia mundial? Si esto ha sido posible, ¿qué no puede serlo? Quiero decir, ¿qué pasaría si, en vez de Wikileaks, quien accediera a los secretos de Estados Unidos o de otro país fuera, por ejemplo, un grupo terrorista? El caso Wikileaks tiene la virtud de actuar de alarma, de advertirnos de un peligro que no solo amenaza a los gobiernos, sino a todo el mundo -empresas, bancos, instituciones de todo tipo... y particulares- que no quiera que el contenido de su ordenador acabe en manos ajenas y poco recomendables.