Análisis
A vueltas con el himno
Pitar el himno español no incita a la violencia, ni al racismo, ni a la xenofobia ni a la intolerancia en el deporte
Joan J. Queralt
Catedrático de Derecho Penal de la UB.
JOAN J. QUERALT
España es un país curioso. Dos secretarios de Estado, en nombre del Gobierno central, envían a los presidentes de los clubs que se enfrentan esta noche, Barça y Bilbao, en la final de la Copa del Rey una carta... privada. Si nos ponemos tiquismiquis, podría haber aquí una infracción: dinero y medios públicos para una actividad privada. Pero sabemos que no es así: sabemos que la misiva es pública y que, según los vigentes usos gubernamentales, se filtra a pedazos.
¿De qué va la carta? Para los ciudadanos comunes que pagamos el sueldo de los dos secretarios de Estado, su personal de apoyo y los spin doctors que habrán redactado la carta, así como los medios de transporte de la misma, la carta es secreta. A partir de fragmentos colegimos que pitar el himno de España es malo, inconstitucional acaso, que no va con el señorío y el prestigio de las entidades que disputan el trofeo y que, hipotéticamente, pudiera ser un acto deportivamente violento; y, por tanto, sancionable. Sancionable no tanto en los individuos -¡pobre, puede, del que pillen!- sino para los clubs.
¿Existe la obligación de aplaudir al himno español? ¿Existe la obligación de seguirlo -algunos dirán soportarlo- en silencio? Ni lo uno ni lo otro; ni el himno español ni ningún otro. ¿Es violento protestar contra la ejecución en público del himno español, en un acto, por demás, no oficial? En absoluto: ni incita a la violencia, ni al racismo, ni a la xenofobia ni a la intolerancia en el deporte, objetivos loables que pretende erradicar la ley antiviolencia. Es legítimo disenso político, pacífico, público y colectivo ante una determinada situación política y social contra la que los silbadores reaccionan ruidosamente.
Como hasta el actual Tribunal Constitucional ha reiterado, no existe en el vigente ordenamiento el patriotismo constitucional. Al contrario, discrepar del orden vigente, luchar política y cívicamente para su modificación, incluso radical, es legítimo; ni se puede prohibir ni menos criminalizar. Los espectadores, sean los que sean, tienen el derecho de manifestarse contra quien les venga en gana y como les venga en gana. Un campo de fútbol no es un estado de excepción, donde los derechos ciudadanos básicos estén o puedan ser limitados. Esta implícita exigencia de conformidad con el statu quo formulada por los secretarios de Estado recuerda la multa que se impuso al Barça en los años 40 por no haber aplaudido los espectadores con suficiente brío al déspota por todos sufrido.
No hay en absoluto cobertura legal ni para impedir ni para sancionar que se pite el himno español o cualquier otro himno oficial. Existe, al contrario, amparo constitucional para manifestar pacífica, sonora, pública y colectivamente la disidencia.
Quizá la solución vendría por evitar las causas que están en la razón de esta disidencia. Quizá convendría que algunos de los censores recordasen cómo y a qué sones oficiales entró el anterior rey en el Estadi Lluís Companys cuando se inauguraron los Juegos Olímpicos del 92.
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