La degradación de la democracia

El voto de los esclavos

Rousseau ha vuelto a tener razón: votar es un acto de libertad que dura un domingo

JUAN VILLORO

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«¡Atención a la política!», decía el poeta mexicanoCarlos Pellicercuando encontraba excrementos de perro en la calle. La cosa pública le interesaba (incluso fue senador), pero odiaba la degradación de quienes deben representar la voluntad popular.

El oficio de político pasa por un severo desprestigio planetario. Las próximas elecciones en Francia, Argentina, España y México, para mencionar solo cuatro países, estarán marcadas por la resignada aceptación de que la democracia transcurre con costosa monotonía.

Poco antes de las elecciones primarias del 14 de agosto en Argentina, un taxista de Buenos Aires me dijo que votaría porCristina Kirchner:«Llevaré una bolsa de plástico a las urnas», agregó. Le pregunté por qué lo haría. «Para vomitar a la salida», respondió.

Acto seguido, explicó que no entendía el voto como una señal de apoyo sino de castigo: «Quiero que aCristinale reviente todo lo que ha hecho, para que no pueda culpar a otro». Los muchos subsidios que garantizan la popularidad de la presidenta argentina tienen un costo que tarde o temprano deberá pagarse. El votante en cuestión no deseaba que la factura se le endosara a otro:Cristinadebía asumir las consecuencias de su dispendio. El voto no era para él una oportunidad de cambio o enmienda, sino un proceso para que los responsables asumieran sus actos. Su escepticismo se fundaba en una certeza: el descrédito de las elecciones. Ya no se cuestionan la suciedad o el fraude en los comicios, sino su sentido mismo.

El domingo 14,Cristina Kirchner arrasó en las primarias y todo parece indicar que volverá a hacerlo en las definitivas, dentro de un par de meses. Obviamente, el resultado se debió más al respaldo de los sectores favorecidos por su política asistencialista que a un gesto crítico como el del taxista que vota acompañado de una bolsa de plástico.

Después de 71 años con el mismo partido en el poder, los mexicanos pensábamos que tener elecciones confiables llevaría necesariamente a una mejoría política. Ahora sabemos que el peor puede ganar. Y no solo eso: los demás pueden deteriorarse hasta dejar de representar alternativas. El descontento electoral avanza en todos los frentes. En España, el movimiento de los indignados critica con razón la falta de propuestas genuinas de los profesionales del voto, convertidos en defensores de sus nichos de poder.

Tampoco Francia presenta un horizonte halagüeño. Ante la ausencia de opciones, la reelección del presidenteSarkozyse deberá al escándalo de su adversarioStrauss-Kahncon una recamarera.

En su libroArgentinismos,Martín Caparrósse ocupa de la forma en que los políticos de su país devaluaron la misión que alguna vez creyeron representar. Ahí cita un elocuente pasaje deJean-Jacques Rousseau: «El pueblo inglés cree que es libre: está gravemente equivocado. Solo es libre mientras dura la elección de los miembros del Parlamento. En cuanto sus miembros son elegidos, el pueblo queda esclavizado: vuelve a convertirse en nada». Este extracto deEl contrato social, escrito en 1743, define a la perfección lo que siente el votante contemporáneo de casi cualquier país. Solo durante las campañas los electores son tomados en cuenta. En Valencia,Campsles prometió empleos. Lo mismo hizoCalderónen México. Una vez en el poder, uno compró ropa con dinero del erario y otro sacó el Ejército a las calles para enfrentar a un enemigo que no conocía. Los actos no derivan de las promesas.Caparrósresume esta dinámica de la hipocresía: «Todo voto es en blanco como un cheque».

Rousseauha vuelto a tener razón: votar es un acto de libertad que dura un domingo; al día siguiente otorga impunidad al elegido.

La clase política disculpa su ineptitud con pretextos de teodicea, apelando a furiosos dioses invisibles: la situación internacional, la crisis de los bancos, la inseguridad general... En este rampante cinismo, los males siempre son atmosféricos (pero los beneficios, privados).

Lo más grave es la pérdida de expectativas. Saber que las cosas están mal no es tan dañino como carecer de esperanzas en que puedan mejorar. La ausencia de ilusiones muestra la pobreza de la realidad.

Numerosos movimientos (llámense o no indignados) piden pasar a una democracia participativa, donde las decisiones públicas sean vigiladas por ciudadanos. Mientras tanto, los expertos en administrar presupuestos simulan que aún son necesarios. Es falso decir que ellos no nos representan. Sí lo hacen, del peor modo. Mientras no acepten su bancarrota moral, tendrán pocas opciones de volver a ser creídos.

Escritor.