Pequeño observatorio

La vida viaja en un autobús

JOSEP MARIA ESPINÀS

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Soy usuario habitual del autobús cuando me desplazo por Barcelona. Me lo paso muy bien, si tengo que ser sincero. Caminar está bien, sin duda, pero es evidente que en la calle no puedes mantenerte durante un rato al lado de un desconocido -pasaría por un trastornado- y menos fijarme mucho. La calle es como una olla de judías que hierve , donde cada uno va por su cuenta. El autobús, en cambio, es un espacio compartido durante un rato.

Me he dado cuenta de que bastante gente dice «buenos días» cuando sube, y el conductor suele contestar «buenos días». Es hermoso. Hay pasajeros que practican el aislamiento absoluto, que se pasan todo el tiempo mirando por la ventana, no con gran atención. Sencillamente, practican el arte de la ausencia.

Suben, a menudo, mujeres con un crío en un cochecito. En ese caso no es extraño que una señora que está cerca de la supuesta madre se dedique a hacer monerías al niño o la niña y le dedique algunos ruiditos enternecedores para que la criatura la mire. La supuesta madre del niño o la niña intenta sonreír forzadamente para no parecer desagradecida.

En el autobús pocas veces domina el silencio. Hay mujeres que, habiendo encontrado un asiento vacío, si tienen a otra mujer al lado le explican lo que sea, haciendo viajes-tertulia. Cada vez hay más extranjeros, la mayoría asiáticos, y lamento no entender nada de su conversación, solo cuando se avisan el uno al otro y oigo que dicen «Arrago» o «Daiagonal».

Me doy cuenta de que en un autobús viaja una especie de catálogo de seres humanos y que a bordo se puede mentir impunemente. Aquella chica que está avisando por el móvil: «Lo siento, Pere, no podré venir porque son las ocho y todavía estoy trabajando». Mis trayectos no suelen ser muy largos, y bajar del autobús me sabe un poco mal, como al niño que ve que se le escapa un globo hacia el cielo.