La rueda

A veces, Barcelona es madre

La ciudad se convierte en ocasiones en refugio y un rosario de pueblos deciden seguirla

EMMA RIVEROLA

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A veces, Barcelona se cuenta, se mira y se escucha, y siente que no está completa. Le faltan acentos, paisajes, sabores. Y, quizá, también le falta sentirse generosa. Abrir sus brazos. Ser madre y no solo señora. Sentir que en sus calzadas fluye algo más que el caucho y el humo, que algo parecido a la sangre y el agua, los líquidos de la vida, despierta su latido. Un pálpito que se rebela contra los trenes trampa que conducen a los desesperados a campos vallados, contra ese mar que se traga a los niños para escupirlos en la orilla de la vergüenza, contra esa parálisis que mata y nos envilece a todos. A veces, Barcelona se convierte en útero. Y abre su seno de cemento a aquellos que perdieron sus pasos. A los que se despiertan aterrorizados a medianoche, con el corazón desbocado, las ropas empapadas, creyendo que su huida ha terminado. Que la bomba, el fusil, la daga y el odio al fin les han encontrado. Que perdieron su lugar en este mundo. Que no hay nadie dispuesto a tenderles una mano. Que no hay futuro para sus hijos.

A veces, Barcelona se convierte en refugio. Y un rosario de pueblos y ciudades se animan a seguirla. Y algo parecido al orgullo nos reconcilia con esas calles que a veces sentimos tan duras, con esos salones que habían cerrado sus ventanas para no oír las voces de los olvidados, con ese olor a estanque, a leche agria, a ropa húmeda.

A veces, Barcelona se convierte en hogar. Y un cielo de cometas recién llegadas, de armaduras sencillas y colores vivos, jugará a las sombras con nuestros pasos. Entonces pintaremos rayuelas en las baldosas y dejaremos que los nuevos niños, niños de nuevo, recuerden que su vida también es juego y risas y sueños en cada salto. Y que haya un lugar donde sus pies podrán dejar una huella. Un lugar refugio. Un hogar… En Barcelona.