Los escándalos de corrupción

Vaya semanita

Negar, como ha hecho la abogada del Estado en el 'caso Nóos', que Hacienda somos todos causa sonrojo

JOAN J. QUERALT

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La sensación de vivir un fin de ciclo, la necesidad de superar la Transición y de encontrar un nuevo modus vivendi, se hicieron muy palpables la semana pasada con dos ejemplos del recurrente tumor de la corrupción.

Para sonrojo de propios y extraños, la abogada del Estado, que defiende a la Agencia Tributaria, nos dejó patidifusos cuando dijo que el Hacienda somos todos no es un objeto de protección sino un mero lema publicitario. Como el de un dentífrico que nos promete una sonrisa seductora: pura farfolla.

Sostener que Hacienda no somos todos, por más que fuera una sospecha generalizada, pone patas al aire el sistema de obligaciones constitucionales. En efecto, conviene recordar que el artículo 31.1 de la Constitución (¡de la Constitución!) establece: «Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad». Todos. Toda una carrera de Derecho, unas opciones y varios trienios para tumbar esta evidencia, base de las estructuras públicas comunes.

Pero no quedó ahí la bizarra afirmación de la letrada. Sostuvo que lo que se ventila en el delito fiscal -esto es, la elusión fraudulenta de impuestos- es la vulneración de un derecho de la Agencia Tributaria. Así, el derecho de percibir los impuestos sería un derecho particular de la Administración, de la que ella sería titular. No sería, pues, un interés difuso o general. Por tanto, según la peculiar doctrina Botín, si el titular del derecho lesionado no ejerce su defensa penal, nadie estaría legitimado para hacerlo. De esta suerte, decaería la acusación que, en este campo, solo sostiene la acusación popular en el caso Nóos contra la infanta. Retóricamente brillante, pero, en mi opinión, falaz.

En efecto, decir que quien defrauda al fisco defrauda un derecho de un sujeto concreto es como decir que quien contamina las playas o daña una vía pública perjudica al titular de la playa (el Estado) o al de la vía en cuestión. Contaminar el medioambiente o maltratar las comunicaciones es una cuestión que nos afecta a todos. Sucede que, como somos una sociedad sofisticada y, precisamente, no queremos privatizar los intereses públicos, recurrimos a una mera técnica, la de atribuir personalidad jurídico-pública a ciertos bienes comunes. Ello facilita su gestión, su fomento y en su caso su protección, ya sea en vías administrativas o incluso penales. Pero el interés es público, no privado. Salvo, claro, que volvamos a épocas preliberales y se considere el tributo como un derecho personal y particular del soberano y no del Estado, o sea, de todos.

Por si fuera poco este aldabonazo que va más allá de lo técnico-jurídico, se va a abrir juicio oral contra 66 individuos, encabezados por Manuel Blesa y Rodrigo Rato, por el uso clandestino de tarjetas de crédito -las tarjetas black-black que costó 15 millones de euros a CajaMadrid/Bankia. Tan clandestino parece su uso, que en la entidad eran desconocidas y también lo fueron para Hacienda, dado que nunca se declararon los emolumentos que su disfrute sin control y sin límite suponía. Blesa, titulado superior e inspector de finanzas en excedencia, algo de impuestos debería saber. Rato, doctor en Economía, ministro de Hacienda durante siete años -y por tanto jefe de todos los inspectores- y exgerente del FMI, tampoco puede alegar que de impuestos no sabía nada. Poco de impuestos hay que saber para saber que los ingresos de cualquier renta generan impuestos; eso como mínimo. Las tarjetas de empresa, de las que también gozaban los encausados, no suponen ingreso alguno y fiscalmente no han de ser declaradas. Esta diferencia, elemental para cualquiera, pasó por alto a tan insignes personajes, que debieron pensar que, en efecto, Hacienda no eran ellos ni nada tenía que ver con ellos.

Quizá algunos no se avengan, como parecería lo más lógico, a reconocer los hechos, devolver lo defraudado (a la entidad y a Hacienda) y recibir una pena de cárcel, seguramente no de cumplimiento. Algunos, por lo que ha trascendido, pretenden ir a juicio oral. Si lo hacen, veremos en vivo y en directo cómo algunos masters del universo hispánico nos pretenden hacer comulgar con ruedas de molino, como si de otra época se tratara. Mayores síntomas de descomposición que estos son difíciles de ver. Son los portaestandartes de un régimen que derrumban quienes desde dentro no hacen más que abrir vías de agua.

Estos símbolos de decadencia, llamativos por la singularidad de los personajes que los protagonizan, el Gotha de la corrala de la política española, son una constante histórica. Ahora, con el voto en la mano, no hace falta recurrir a la guillotina ni a otros medios cruentos para desplazar a esta pléyade de pícaros de alto nivel. Esa suerte tienen.