Un útero no se puede comprar
Querer ser padre o madre es un deseo legítimo, pero aunque vivamos en una sociedad de consumo, no todo se puede comprar
El debate sobre los vientres de alquiler, denominado eufemísticamente maternidad subrogada, entraña dos elementos de profunda y necesaria reflexión íntimamente relacionados. El primero es cómo determinamos en una sociedad de consumo globalizada qué se puede comprar y qué no cuando se dispone del dinero suficiente como para que la demanda cree una oferta en el mercado, aunque sea a miles de kilómetros. El segundo es qué ocurre cuando lo que es objeto de mercadeo es precisamente, otra vez, el cuerpo de la mujer, todavía cosificado y objeto de violencia. Ambos temas son uno mismo, porque la cuestión de género está en el centro de este debate.
Socialmente hemos aceptado y convenido límites éticos en asuntos complicados. Por poner algún ejemplo, por más que de ello dependa la supervivencia de una persona, la compraventa de órganos no puede ser objeto de negocio ofreciendo dinero a personas desesperadas en países pobres.
También hemos acordado que no se pueden comprar niños, a pesar de que habría familias en situación de pobreza extrema dispuestas a ofrecer bebés a cambio de dinero, entre otras cosas porque ni siquiera los pueden alimentar. En estos dos casos, el debate tiene en cuenta no solo los intereses o necesidades legítimas de los «demandantes», sino que pone en el centro del debate la desprotección que sufrirían las personas «ofertantes voluntarias» de permitirse estas prácticas de forma legal y generalizada.
Sin embargo, cuando el tema alcanza el cuerpo de la mujer, como es en el caso de los vientres de alquiler, pero también en el de la legalización de la prostitución, no se realiza una reflexión profunda sobre las consecuencias físicas, psicológicas y éticas que supone vender el propio cuerpo. Engendrar un niño con todos los cambios fisiológicos, hormonales y emocionales que comporta y luego renunciar a él a cambio de dinero es algo muy distinto a la donación de un óvulo (en España no se puede comprar), a las técnicas de reproducción asistida o a la adopción.
El argumento de que las mujeres que se prestan lo hacen voluntariamente, como en el caso de la prostitución, no es válido en tanto que son mujeres pobres y necesitadas que lo hacen a cambio de dinero, no por solidaridad con parejas que no pueden tener hijos de forma natural.
Lamentablemente son las mujeres pobres de los EEUU (sí también hay pobres en el primer mundo, muchas de ellas inmigrantes) o de la India las que se prestan a alquilar su útero a cambio de dinero. A menudo el altruismo y la generosidad de unas pocas se utiliza para tapar la mercantilización del cuerpo de la mujer. Pero no se puede legislar en base a una minoría, si no en defensa de los intereses de la mayoría. Y en este caso, lo que está en juego es de nuevo el cuerpo de la mujer.
Tampoco es excusa el argumento de que una vez se permite en un país, la globalización obliga a no poner puertas al campo. La ilusión de ser padre o madre es legítima y natural, pero aunque vivamos en una sociedad de consumo, no todo se puede comprar.
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