Los límites de la protesta

Universidad, creación y libertades

Aunque parezca obvio, conviene repetirlo: no se puede defender la libertad de expresión erosionándola

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ENRIC MARÍN

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En las últimas semanas se han producido dos hechos de significación diversa en el mundo universitario. A finales de septiembre la rectora de la Universitat Autònoma de Barcelona anunciaba la creación de una comisión de mediación con el objetivo de resolver posibles conflictos que puedan afectar negativamente a la convivencia entre diferentes miembros de la comunidad universitaria. Y esta misma semana un grupo bastante numeroso de estudiantes impedían físicamente la celebración en la Universidad Autónoma de Madrid de un coloquio con la participación de Felipe González. El primer hecho favorece la cultura universitaria basada en el diálogo, el segundo manifiestamente no.

Para las generaciones que no vivieron la Transición democrática, González ya no es aquel joven político que acabaría presidiendo el primer Gobierno de izquierdas después de la dictadura franquista. Ni remotamente. Hoy prima la imagen de viejo líder político, símbolo de las puertas giratorias y oráculo de unas élites económicas, políticas y mediáticas que no han demostrado mucha sensibilidad ni empatía en unos años de crisis que han deteriorado gravemente las condiciones de vida de millones de ciudadanos. Este hecho permite entender que grupos de universitarios expresen una opinión negativa o muy negativa sobre un personaje que, por otra parte, sigue manteniendo una significativa proyección pública. Hay muchas maneras cívicas y pacíficas de expresar el rechazo crítico. Muchas y muy eficaces, por cierto. Pero en ningún caso se puede justificar la imposición autoritaria del silencio. En ninguna dirección.

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La universidad es una institución de trayectoria secular. Una institución que, desde su lejano origen medieval, ha necesitado fundamentar su funcionamiento en los valores de autonomía y libertad. Autonomía de los poderes económicos, políticos o religiosos y libertad de pensamiento y creación intelectual. Sin garantizar estos principios la universidad no puede cumplir su función social básica: generar y transferir conocimiento socialmente útil. Ni el pensamiento crítico, ni la ciencia pueden crecer sin un ecosistema de libertades institucionales favorable. Por eso la universidad ve como se desdibuja su identidad cuando el libre debate de ideas es coartado. Se podría argumentar que la violencia que supone enmudecer la palabra es irrelevante comparada con la violencia sistémica que significa la pobreza o el riesgo de pobreza. Pero este argumento es manifiestamente inconsistente para justificar la coerción de libertades. Básicamente, porque la forma y el fondo de la protesta deben ser coherentes. Cuando se pierde esta coherencia, el efecto que se logra es desacreditar la protesta. Con la perspectiva que permite el conocimiento de la historia de los siglos XIX y XX, sabemos que combatir la injusticia o el autoritarismo con métodos autoritarios solo augura nuevas formas de tiranía. Aunque parezca una obviedad, conviene repetirlo: no se puede defender la libertad de expresión erosionándola.