Análisis

Una proposición mal enfocada

No hay justicia constitucional que pueda presentarse como asépticamente alejada de la confrontación política

XAVIER ARBÓS MARÍN

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A las instituciones no se les debe pedir que hagan aquello para lo que no fueron pensadas. Se puede decir de todos los tribunales constitucionales, y ahora hay que decirlo a la vista de la proposición de ley presentada por el PP para reformar la ley orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC). Aparte de los efectos políticos que, buscados o no, pueda tener esta iniciativa, tendrá consecuencias en el sistema jurídico.

Empecemos por recordar que cuando el Gobierno central presentó el recurso destinado a obtener la suspensión del 9-N le pidió que recordara al presidente de la Generalitat que, en los términos del artículo 87.1 LOTC estaba obligado a cumplir las resoluciones del TC, «con las responsabilidades a que su infracción pudiera dar Lugar». El TC ignoró esta petición, que, de ser seguida, hubiera podido preparar mejor el terreno para la querella que vino después. Esta admonición hubiera podido ser entendida como orden, y, al no ser seguida, no dio la base para que de manera clara e inequívoca se pudiera decir que había desobediencia. Pero al no haber una orden, mal podía decirse que se desobedecía.

Ahora la iniciativa del PP parece querer ligar mejor las cosas. Quiere modificar el artículo 92 LOTC para obligar al TC a que se asegure del cumplimiento de sus resoluciones. Y, partiendo de este deber que le impone, establece una gradación de sanciones para los casos en que sus resoluciones no sean obedecidas. Van desde multas (mínimo de 3.000 euros ) hasta la suspensión de las autoridades responsables del incumplimiento.

Con esto creo que es suficiente para ver al menos dos problemas jurídicos serios. El primero es teórico y funcional. La justicia constitucional, en el modelo seguido por la Constitución de 1978, tiene como tarea principal la de juzgar leyes o normas con rango de ley. Detrás de cualquier norma de estas características hay una voluntad política que el TC puede frustrar si la declara inconstitucional. No hay, pues, justicia constitucional que pueda presentarse como asépticamente alejada de las confrontaciones políticas. Para paliar este problema se buscan fórmulas que, en tanto sea posible, eviten que entre en ese terreno. Es muy razonable impedir que el TC pueda llegar a sancionar directamente a alguien que esté en la acción política.

El segundo problema es más práctico. Imaginemos que, aplicada esta reforma, el TC la utiliza para sancionar a alguien. Y que la persona sancionada aprovecha los mecanismos de tutela jurisdiccional para acabar presentando un recurso de amparo ante el mismo TC que le ha sancionado. La situación sería una pesadilla jurídica: si el TC tramita el recurso, será juez y parte. Deberá decidir si él mismo ha vulnerado un derecho fundamental. Y si decide no admitir el recurso a trámite o rechazar la demanda en la sentencia, será imposible no ver en ello el miedo a no quedar en evidencia. Y no hay que imaginar qué pasaría si el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictara sentencia donde todo un tribunal constitucional apareciera como responsable de la vulneración de un derecho.