Una navaja escondida en la lavadora

El lector ya conoce que el abuelo de la autora fue encarcelado, pero esta mantiene el misterio sobre los motivos de su ingreso en prisión

POR JENN DÍAZ

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Tener un hijo no es tener un ramo de rosas.

FEDERICO GARCÍA LORCA

Si preguntas, te responden. No siempre, no cuando eres pequeño. Si preguntas en el momento adecuado, a la edad adecuada, te responden. Y la respuesta era muy corta: mi abuelo había estado en la cárcel porque había asesinado a una persona. Tener un padre no es, tampoco, tener un ramo de rosas.

Uno siempre piensa que los asesinos son los otros, que nadie que uno puede conocer va a cometer un crimen. En la película Hace mucho que te quiero, de Philippe Claudel, una mujer ha cometido un crimen. Esa mujer es hija de sus padres, hermana de su hermana, esposa de su marido, madre de su hijo. No son obviedades, no. Es una persona aparentemente normal, incapaz de cometer la locura de matar a alguien. Y sin embargo es una asesina. Su hermana, profesora en la universidad, no soporta emitir juicios sobre ciertos personajes. No puede emitir juicios y tratar Crimen y castigo como haría una mujer que se dedica a la literatura y la docencia, porque es la hermana de una asesina. Pero una mujer es solo una mujer. La línea entre esa mujer y una asesina es, quizá, más delgada de lo que nos parece. El motivo por el que Juliette, la protagonista de la película, mata, podría justificar su naturaleza y su bondad. El motivo por el que mi abuelo mató podría salvarlo, pero no se salvó.

Los abuelos de la gente que conozco no han matado nunca a nadie. No he estado cerca, que yo sepa, de un asesino. Mi abuelo murió antes de que su primera nieta, mi hermana, pudiera conocerlo. No se murió, se suicidó. El hombre que mata a menudo quiere quitarse la vida. Lo vemos en muchas ocasiones —sobre todo en el maltrato del hombre a la mujer. Después de matarla, intentan suicidarse. Pero mi abuelo antes de suicidarse pagó por su pecado y fue a la cárcel.Un hombre mata a un hombre y paga un precio: lo encierran en una cárcel, en una celda. Y cuando ese hombre socialmente ya no le debe nada a nadie, ha cumplido su condena, la condena que le han impuesto los hombres justos, entonces decide castigarse él mismo y ahorcarse. Nadie querría enterrarlo, si estuviera en La hojarasca de Gabriel García Márquez. Pero mi abuelo sí está enterrado —no sé si como villano o como héroe; sí como pecador.

Mi abuelo, el abuelo Arcadio, había usado una navaja para acuchillar a una persona. Mi madre dice que la navaja estuvo escondida en la lavadora, dentro. Cuando mató al hombre, la escondió y avisó de que vendría la policía a buscarlo. Esto, que nunca me fue contado hasta hace algunas semanas, es una escena que aparece en una versión libre en mi último libro publicado. Los asesinos del padre de Mariela guardan la pistola en un cesto donde acumulan la ropa sucia. Mariela deja de ponerse el vestido que estaba en aquel cesto, por miedo. Mariela, en ese momento, es un poco mi madre, pero mi madre nunca fue clara con la muerte de su padre durante mi infancia y mi adolescencia. Alguna cosa, eso sí, se quedó de todas las versiones que permanecieron a medias en mi memoria. Cuando mamá me habló de cómo se sentía cuando pasaba por delante de la lavadora, incluso cuando ya no estaba allí dentro la navaja, reconocí ciertos dejes de mi último personaje. La novela fue escrita hace cuatro o cinco años, y de las diversas correcciones se salvó la escena del cesto y el vestido, la sensación de Mariela con respecto a su vestido, que se convirtió en un símbolo —el de la muerte de su etapa de inmadurez.

Carmen Martín Gaite, en El cuento de nunca empezar, le hace un canto al niño, al niño como recopilador de historias, como interlocutor ideal para los cuentos. Uno de los puntos clave es no tratarles como si fueran idiotas. No adaptar tanto la realidad a una versión dulcificada. Y lo más importante: el misterio. Si de verdad quieres que un niño preste atención, lo mejor que puedes hacer es ocultarle parte de la información. Yo, por ejemplo, que a mi alrededor todos eran o demasiado grandes o demasiado pequeños, conviví con la historia del abuelo Arcadio de cerca, de muy cerca, pero nunca se me contó como se le contaría a un niño -minimizando. Más bien se me ocultó, pero no se me ocultó completa. Son cosas de mayores. La historia empezaba pero no acababa, y fue así como empezó a ser importante aunque yo no me diera cuenta. De todas las historias que no me fueron contadas, esta ha seguido en mí incompleta hasta que me atreví a preguntar de nuevo. Lo que yo quería saber no era tanto sobre mi abuelo, sino sobre mi madre. Conocía el desamparo de su infancia, y también algunas cosas buenas. Conocía algunas palabras que usaban mis abuelos en el pueblo, Osuna, pero no conocía cómo había muerto Arcadio, por qué motivo, qué lo apartó de su familia. Sabía, eso sí, algunos detalles que mi mente se encargó de atar y completar. Así es como funciona el cuento de nunca empezar, la intriga infantil. Y mamá, en todo este tiempo, jamás renunció a la bondad de su padre, porque ya sabía que no era como tener un ramo de rosas.

Y MAÑANA: 4. Treinta y siete cuchillazos en el terrado