DOS MIRADAS
Una mujer en Niza
La humillación de la mujer de Niza no es únicamente individual sino que se convierte en colectiva
Josep Maria Fonalleras
Escritor
JOSEP MARIA FONALLERAS
Recuerdo que mi abuela Maria nos venía a ver unos días al lugar donde estábamos de vacaciones. Era la madre de mi madre, un mujer íntegra y discreta, sabia. No sabía leer, porque nadie le había enseñado y, por lo mismo, no sabía nadar. Llegaba a la playa, se sentaba bajo la sombrilla y disfrutaba del chapoteo de los nietos y de la observación del entorno, que era una de sus prácticas habituales. Iba vestida de negro, como casi siempre, sobre todo desde la muerte del abuelo, y tal vez incluso llevaba una mantilla (hoy no lo puedo asegurar). En cualquier caso, estoy seguro de que se cubría la cabeza con un pañuelo. Lo máximo que se podía permitir era acercarse al agua y refrescarse los pies. Nada más.
He pensado en ella cuando he visto, atónito, las imágenes de la mujer de Niza a la que la policía obliga a quitarse el vestido que lleva, en la playa de piedras. Ni siquiera sé si se puede llamar burkini; a mí me parece más bien una especie de túnica. La humillación que sufre la mujer no es únicamente individual sino que se convierte en colectiva, porque no solo nos habla de la acumulación de agravios que los musulmanes pueden sufrir sino de la incapacidad de la democracia para admitir la libre expresión de las personas -de las mujeres-- en un espacio banal. La coerción de estos días en Francia (ahora desestimada por el Consejo de Estado) no es en absoluto banal. Son esos detalles que nos llevan a la lenta destrucción de las esencias de la civilización.
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