El conflicto bélico entre Rusia y Ucrania

Una guerra desigual de propaganda

La desgastada maquinaria propagandística occidental yerra cuando culpa a Putin de todos los males

FRANCISCO VEIGA

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En este pulso cada vez más envenenado que mantienen Moscú y Washington desde que estallaran las protestas del denominado Euromaidán, a finales de noviembre del 2013, en Occidente se ha descubierto, con cierta sorpresa, el nuevo poderío de la propaganda rusa. No cabe negar que esa potencia no es la ruina decadente de los tiempos de Yeltsin y que Moscú ha invertido mucho en acción exterior. Pero más allá de eso, la explicación del inesperado éxito de la citada propaganda recae en la creciente incapacidad de su contrapartida: la propaganda occidental. Ocurre que los argumentos de la propaganda occidental están ya tan manidos que caen en continuas contradicciones. Y cuando saltan solo se replantean dos salidas: el silencio o recurso a la personalización del enemigo. Dicho de otra forma: Putin tiene la culpa de todo. Los supuestos manejos, argucias y conspiraciones del vilipendiado presidente son el comodín para escaquear las propias meteduras de pata o dobles raseros indigeribles.

Este subterfugio tiene dos efectos perversos. El más evidente es que contribuye a disolver como azucarillo en agua el argumentario desarrollado en los últimos 30 años de fallido Nuevo Orden Mundial. El pasado septiembre tuvimos un ejemplo de hasta dónde se podía llegar por ese camino: Radio Europa Libre denunciaba que Bosnia, la república federal de facto surgida de los acuerdos de Dayton, en 1995, era para Moscú (es decir, Putin) un modelo para solucionar el conflicto de Ucrania. Tras hacer mangas con capirotes a fin de demostrar que lo que había sido bueno para Bosnia no lo era para Ucrania, el articulista consideraba que el primer caso era el de un «Estado en crisis permanente», hasta el punto de que su estructura federal «obstaculizaba su acceso a la UE y la OTAN». Por lo tanto, después de 20 años de mantener que la Bosnia de Dayton era la niña de los ojos de la ingeniería de pacificación del Nuevo Orden Mundial, joya de la corona de la R2P, ejemplo para solucionar otros conflictos supuestamente interétnicos -como en Irak- ahora ya no sirve porque a Putin le parecería bien para Ucrania. Un mensaje con ecos del castizo la maté porque era mía.

No es el único caso. Desde que Putin dijo aquello de que Crimea era el «Kosovo ruso», ya no hay mucho interés en Occidente por disimular que la pequeña república albanesa es otro Estado fallido del cual su propia población escapa como puede en los últimos meses. Y luego vienen MilosevicSaddam HusseinGadafi: todos aquellos villanos cuya desaparición iba a ser, en sí misma, como la de Putin, la solución de los problemas en sus respectivos países o los del entorno. Por lo tanto, la desgastada maquinaria propagandística occidental --mayoritariamente anglosajona y primariamente americana- ataca en una sola dirección pero no construye. Incluso devora a sus propios aliados. El «fuck the EU!» de Victoria Nuland o el espionaje sistemático y maniático de la NSA -revelado en detalle por Snowden- se entrecruzan con la primera oportunidad que hallan los republicanos para poner a Obama en un aprieto perpetuo: ayer en Siria o Ucrania, hoy en Irán, con ayuda de Netanyahu. El segundo efecto pérfido de todo este asunto tan mal llevado es que abre importantes boquetes en el tejido político europeo. Por supuesto que acorralar a Rusia es dar pábulo al conflicto; es la mejor manera de generar profecías autocumplidas, porque está cantado que el nacionalismo ruso se exaltará en la misma medida en que lo haga el de nuestros propios histéricos, algunos incluso dispuestos a refundar la División Azul. Lo cual no nos lleva a ninguna solución. Aun suponiendo que Rusia no sea una democracia la mejor forma de abrir el sistema es disolver fronteras no acordonándolo.

Pero lo peor de todo es que el nacionalismo ruso al contraataque está corrompiendo el sistema político europeo relanzando y exportando la vieja alianza rojo-parda de los tiempos de Yeltsin. Y esto le funciona bien, a falta de una contrapropaganda occidental eficaz. No solo porque se atrae a los partidos de la ultraderecha europea. Eso es fácil, dado que incluso en el Tea Party americano hay admiradores de Putin, al que ven como un hombre enérgico y activo, decidido partidario del orden y la mano dura, cristiano hasta los tuétanos, martillo del islam; y, por si falta algo, homófobo. Un excelente sucesor de Obama, si pudieran llevarlo a la Casa Blanca. Todo un síntoma de esa peligrosa transversalidad ultraderecha-izquierda radical que amenaza con reducir la política europea a una inmensa caldera de nacionalismos recociéndose en las más añejas salsas decimonónicas. Lo cual, y eso sí sería el final, podría devolvernos de nuevo a 1914.