Análisis

Una guerra con mártires

JOSÉ A. SOROLLA

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Con una 'gravité' (gravedad, seriedad) manifiesta en el gesto, François Hollande aseguró que los sangrientos ataques de París habían sido preparados en el exterior, con complicidades en el interior, y que eran «un acto de guerra». La primera afirmación puede ser cierta, pero, por el momento, el único terrorista identificado es francés, como lo eran los asaltantes de 'Charlie Hebdo' y Mohamed Merah, el asesino múltiple de Toulouse en el 2012. El presidente francés sabe que el bicho está dentro y por eso el cierre de fronteras es una medida principalmente de cara a la galería. En cuanto a la segunda afirmación, es una guerra sí, pero diferente. En las guerras, los soldados están dispuestos a matar, pero no a morir, al menos voluntariamente, mientras que los terroristas islamistas mueren al tiempo que matan.

La inmolación o el suicidio es un salto cualitativo que muchas veces no se valora lo suficiente. Esa determinación de morir matando es lo que diferencia al islamista de otros terrorismos como los de ETA o el IRA y lo que hace mucho más difícil luchar contra él. ¿Cómo comprender ese impulso suicida? La pregunta se la hizo hace ya unos cuantos años Farhad Jorsojavar en el libro 'Los nuevos mártires de Alá' (la edición española es de Martínez Roca, 2003). El autor, especialista francés en Irán, auguraba la generalización del martirio en este siglo, un martirio que, a diferencia del clásico, «reivindica la realización de una comunidad mundial encarnada por el universalismo islámico [el califato], que destruya la potencia del Mal que a ello se opone: el Occidente personificado por América, pero también, en menor medida, por las demás sociedades occidentales».

Acciones en el corazón de Occidente

Jorsojavar sostiene que el nuevo mártir surge, como tantas cosas, de la desaparición del mundo en bloques y, para lograr sus objetivos, sus acciones han de producirse en el corazón de Occidente, las grandes capitales, donde los yihadistas «sienten que el islam es maltratado y los musulmanes reprimidos». «Sienten también», añade, «que el islam que estaba antaño en el centro del mundo civilizado, dominador y seguro de sí mismo, solo es ahora una periferia manipulada y marginada de un Occidente truculento e inmoral que intenta ofenderlo y humillarlo».

De ahí que, en el comunicado de reivindicación de los atentados, el Estado Islámico (EI) defina París como «la capital de las abominaciones y la perversión» y que los ataques se hayan producido en locales de ocio (bares; sala de conciertos; un estadio de fútbol, donde jugaban, además, las dos grandes potencias europeas, Francia y Alemania), en los que se divertían ciudadanos calificados de «idólatras». En el islamismo, la yihad está asociada a la yahiliya, la Ignorancia, periodo anterior al islam marcado por la idolatría.

¿Cómo impedir la barbarie? Desde luego, en la lucha en el interior de los países occidentales tienen un papel muy relevante los servicios de inteligencia -parece que esta vez han vuelto a fallar--, aunque es casi imposible evitar que alguien convertido en bomba humana logre sus mortíferos propósitos. Pero, además de la seguridad, es imprescindible una acción política y social destinada a disuadir a los jóvenes, cada vez más numerosos, dispuestos a integrarse en el EI. Y esa política no puede ser la de confundirse con la de la extrema derecha, que es la que propone en Francia, sin ir más lejos, el jefe de la oposición, Nicolas Sarkozy.