Una familia muy guapa

RAMÓN DE ESPAÑA

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Como tantos otros indocumentados, también yo descubrí a The Handsome Family viendo True detective, en cuyos créditos sonaba su impresionante canción Far from any road. Tras patearme, sin éxito, todas las tiendas de la calle Tallers, acabé recurriendo al tío Amazon y me hice con un par de discos de este peculiar matrimonio que componen Brett y Rennie Sparks (Brett se encarga de las músicas, Rennie de las letras). Hace días que no escucho otra cosa, y además lo hago en un discman que me costó siete euros en el Cash Converters y que no dudo en calificar como mi mejor compra del año; que se apañen otros con el mp3, el iPod y la Nube: yo he decidido quedarme a vivir a finales del siglo XX. Y además, hay algo tan adorablemente rancio en The Handsome Family que encaja a la perfección con un artefacto que ya no se fabrica.

Vistos en foto, los Sparks parecen una versión endomingada de los protagonistas de American Gothic (1930), el célebre cuadro de Grant Wood. Las canciones, que oscilan entre la balada deprimente y el himno religioso, remiten a Johnny Cash y a la etapa más meapilas de los Louvin Brothers. Rennie canta como un angelito. Brett tiene un vozarrón ideal para anunciar la inminente llegada del apocalipsis y la necesidad de un arrepentimiento colectivo, que es lo que aparenta hacer en cada tema. A su alrededor, guitarras, banjos, crótalos, percusión, coros...Hay una mezcla de severidad y ligera demencia en The Handsome Family que me tiene fascinado. Aunque encuadrados en ese difuso género conocido como Americana, los Sparks están más cerca de predicadores pop como Mark Lanegan y Nick Cave que del resto de sus compañeros de viaje. Aunque soy agnóstico, creo que lo único que se puede decir tras escuchar sus canciones es «amén» o «el Señor sea loado». No sé si me gustaría vivir siempre en su mundo, pero visitarlo es una experiencia que recomiendo a cualquiera.

Tumbado en el sofá, con mi discman de siete euros y los Sparks taladrándome los tímpanos con sus sermones, no es que alcance la serenidad, pero me acerco bastante. A fin de cuentas, una canción no es un trankimazín, aunque sí una buena compañera para los devotos del exilio interior.