Dos miradas

Una Eurovisión

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Hacía años que no veía el festival de Eurovisión. Sabía cosas, claro, porque es casi imposible no saber nada del festival, pero no de primera mano. Quiero decir que hacía tiempo que no me sentaba frente al televisor para escuchar este maratón de canciones que, en realidad, acaban aterrizando en el cerebro como una sola, interminable, canción, con pequeñas variaciones rítmicas. Me impresionó mucho constatar que los nacionalismos estatales van de baja. No había ni una sola bandera de los países competidores, ni una sola demostración de patriotismo. Todo era aséptico, incorporados a una sola Europa, provenientes del norte y del sur y del oeste y, por supuesto, del este. Como es fácil suponer, escribo con un deje de ironía, porque si algo se demuestra con este festival es la exuberancia de símbolos que exhiben los estados que cantan. Y más. Las votaciones son un ejemplo de geopolítica aplicada. En función de la pertenencia a una determinada tradición, en función de la vecindad geográfica o política, los votos van a parar mayoritariamente a los próximos. Desde las repúblicas bálticas a los satélites rusos, desde los balcánicos a los ortodoxos, desde los mediterráneos a los atlánticos.

Seguramente no descubro nada nuevo. Hace tiempo que esto ocurre. Pero constatarlo en directo no deja de ser curioso. Es el programa más antiguo de Europa. Puede ser, de hecho, lo que finalmente nos une. Y constatar algo así, con franqueza, no sé si me hace reír o me hace llorar.