La rueda

Una escuela de ignorancia

NACHO CORREDOR

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Hace poco más de cuatro años, cuando entré en la universidad, tenía la sensación de saberlo todo, y salgo de ella con la certeza de no saber más bien nada. Ni que sea por eso, por muy paradójico que parezca, ha valido la pena. No salgo de la facultad con unos conocimientos extraordinarios, ni siquiera con una base sólida que me permita desarrollarme profesionalmente, sino que salgo (con un título masificado y de valor relativo) con la sensación de ser más ignorante que cuando entré y con la convicción de que el que sale sin ser consciente de su ignorancia no ha aprendido casi nada.

Podría criticar el sistema universitario, a los alumnos nos encanta hacerlo, y hablar de ignorantes inconscientes en vez de ignorancia asumida. De hecho, no podríamos esperar otra cosa con un sistema que crea estudiantes autómatas, profesionales de la memorización, entusiastas de trabajos superficiales inútiles, y una cantidad importante de profesores expertos en leer cada año la misma presentación proyectada en una pantalla.

Acabo la universidad en plena polémica por la reforma educativa, y sin entender por qué puestos a abrir el debate no he escuchado apenas hablar de la injusticia que supone que todo el mundo, independientemente de su renta, de entrada pague lo mismo. Acabo la universidad sin entender por qué entrar en ella es tan fácil (la selectividad es una broma) y por qué continuar en ella requiere una dedicación asfixiante.

Atrás dejo un sistema que no te permite trabajar, y cada día con menos becas, que te esclaviza entre cuatro paredes sin la posibilidad de dedicar horas y horas a consumir cultura, a explorar, a practicar lo que te cuentan, motivo por el cual a nadie le debería extrañar que lo que debería ser una necesaria escuela de ignorancia acabe transformándose en una prescindible escuela de ignorantes.