El proceso soberanista

Un viaje a ninguna parte

Los secesionistas formulan una interesada propuesta de futuro idealizado con materiales de desecho

ANTONIO SITGES-SERRA

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La verdad de la patria la cantan los himnos: todos son canciones de guerra.

Rafael Sánchez Ferlosio

A menudo se ha escrito sobre el proceso soberanista como metáfora de un viaje a Ítaca, como parodia de las peripecias que Ulises hubo de sufrir durante su vuelta a casa. Ítaca, según la metáfora a menudo empleada, sería una meta idílica a la que cabe rendir todos los deseos y que justifica todos los propósitos. Encuentro la comparación desafortunada, porque solo veo diferencias entre ambos relatos. En los párrafos que siguen trato de demostrarles, apreciados lectores, lo inapropiado del supuesto paralelismo entre el periplo odiseico y la deriva independentista. A ver si las musas y las deidades griegas me prestan algo de la inspiración que regalaban a sus amigos humanos y me explico con claridad.

Ítaca era un lugar real, una ciudad con sus coordenadas, sus calles, sus habitantes y un domicilio donde una esposa fiel aguardaba el retorno de su marido, al que amaba con locura. El viaje de Ulises, por tanto, tenía una meta razonable, justa, deseada tanto por él como por todos los marineros que le acompañaron, desde el momento que abandonaron las playas de Troya hasta que entregaron sus vidas al piélago mediterráneo. Ítaca era un destino difícil pero plausible, en modo alguno fantasioso. El retorno a Ítaca no fue ni un proyecto descabellado ni una ficción vendida sin escrúpulos a una tripulación desconcertada.

El soberanismo, en cambio, es un viaje a ninguna parte; una entelequia anacrónica; una utopía en el doble sentido: ideológico y espacial; un no-sitio de la razón y, geográficamente, un no where, que dirían con su habitual precisión los angloparlantes. Es un lugar ideológicamente huero al que se va para llenar el escaso bagaje de ideas y razones de nuestros dirigentes soberanistas y de sus votantes, abusivamente englobados dentro del concepto pueblo catalán, ente fabricado para ubicar a la ciudadanía dentro o fuera del patriotismo ortodoxo. Un lugar vacío fácil de colmar con un himno, una bandera apócrifa, cuatro eslóganes y un solo propósito. Pero allí no hay nada: un mero deseo, una interesada propuesta de un futuro idealizado en el país de las maravillas construido por un pueblo libre, a medio camino entre Miami y California; una construcción que debería asombrar al mundo pero que, sin embargo, se intenta levantar con materiales de desecho. Una utopía que, como tantas otras utopías ideológicas -en general mejor trabajadas filosóficamente-, tendrá corto recorrido político. Como el Walden de Thoreau, o las Icarias de Fourier o el hombre nuevo del comunismo totalitario, el independentismo de corte decimonónico engrosará la larga lista de proyectos milenaristas que fracasaron en su intento de eliminar la diversidad social y la pluralidad política por vía de la homogeneización y la mengua de las libertades.

Pero además de un libro en blanco, la utopía independentista es un no-sitio geopolítico. La secesión propone un incierto viaje a una región desconocida, fuera de España, fuera de Europa, fuera de la realidad histórica y geográfica que nos conforma. Lo que importa es soltar amarras, dicen, y una vez en alta mar ya nos organizaremos. Mal iremos si zarpamos con rumbo desconocido, como pintan esas viñetas en las que Catalunya se desgaja de la Península que la alberga desde tiempos inmemoriales y navega en el mare nostrum. Mal iremos porque, además de tomar un rumbo zigzagueante, los comandantes se pelean en el puente. En la refriega, algunos pierden monedas de oro por sus bolsillos rotos, fruto de herencias legales y comisiones razonables. A diferencia de los compañeros de Ulises, los tripulantes más avisados ya han empezado a saltar por la borda; al fin y al cabo, la playa aún queda cerca.

A mí, más que a la Odisea, el llamado procés me recuerda la genial película de los Beatles Yellow submarine, en la que el sumergible amarillo atraviesa diferentes océanos surrealistas en pos de la música y de las flores. En una de sus mejores escenas, un simpático bichito con trompa empieza a aspirar los elementos de su entorno hasta que finalmente se aspira a sí mismo y la pantalla queda en blanco. El president Mas y los líderes independentistas me recuerdan a ese animalito chupador: van anulando todo aquello que existe a su alrededor que no es de su agrado mientras navegan hacia su propia extinción política.

Decididamente, la comparación entre la Odisea. La astucia de Ulises supera en mucho la tozudez soberanista, y volver con la mujer que uno ama resulta más comprensible y moral que llenarse los bolsillos mientras se arrastra a una buena parte de nuestros conciudadanos hacia un agujero negro.