MIRADOR

Un país normal

NEUS TOMÀS

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Catalunya será normal cuando a sus ciudadanos les dejen votar qué encaje institucional desean para su país: si quieren seguir como hasta ahora o cambiar su estatus, sea para enfilar el camino hacia la independencia o para garantizarse una relación distinta con el resto de España. Por más que PP y PSOE continúen negándoles ese derecho, la mayoría de catalanes no renunciarán a ello, a riesgo de que, parafraseando a la socialista Elena Valenciano, el hartazgo se plasme en las urnas con un «portazo» a la estrategia de Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba.

Pero para ser normal, Catalunya debería también poder debatir a fondo (más allá de lamentarse de la ley Wert) sobre el modelo educativo que queremos y, sobre todo, cómo evitar que la equidad sea la primera víctima de los recortes, tanto de los que aplica el Gobierno central como el de la Generalitat. En eso no hay diferencia entre los alumnos catalanes y los de otras comunidades: los hijos de las familias con menos recursos son los que más sufren el descenso de inversión en la escuela.

Para que Catalunya fuese un país normal, estos días algún responsable de la Conselleria de Salut hubiese tenido que salir a pedir disculpas a los centenares de ciudadanos que, pacientemente, se acumulan en los servicios de urgencias. Que pase cada año no debería convertirlo en natural. No lo es.

Para alcanzar la anhelada normalidad, administraciones, empresarios y sindicatos se habrían sentado  ya para trazar una vía que ayude a rebajar los escalofriantes datos del paro. Una cosa es que sea muy difícil y otra es no abordarlo como máxima prioridad. Más allá de la promesa de un acuerdo estratégico, sepan que, si lo están intentando, no nos estamos enterando.  Y, paralelamente, estaría bien abrir una reflexión sobre si esa estrategia pasa por resignarse a que no haya alternativa a Barcelona World. De acuerdo, tal vez no podamos ser Silicon Valley, pero tal vez deberíamos mirar hacia Toulouse y su apuesta por la aeronáutica.

Un país normal abordaría de frente la lacra de la corrupción. Más allá de fotos, se aplicaría para que la Sindicatura de Comptes no fuese una oficina de colocación, sino un órgano de fiscalización  de verdad. Para eso no hacen falta competencias, basta con la voluntad de los partidos. De todos.

En una Catalunya normal, existiría una ley electoral que permitiría fijar unas reglas de juego dignas de un país moderno, donde los diputados responderían, en primer lugar, ante sus votantes. Donde la libertad de voto no sería perseguida por sistema y donde el miedo a las anquilosadas direcciones no convertiría a los partidos en organizaciones cada vez más alejadas de la calle.

Si esta Catalunya fuese otra, las mujeres hubiésemos salido a la calle para clamar contra una reforma de la ley del aborto humillante. De eso, de habernos quedado en casa, no podemos culpar a ningún gobierno.