El triste desalojo de los difuntos
Un nicho es la última casa del difunto. Una pequeña casa compartida por queridos parientes
Josep Maria Espinàs
Periodista y escritor
JOSEP MARIA ESPINÀS
Quizá sería una frase tristemente inoportuna decir que los cementerios también se mueren. Parece más discreto, y más realista, decir que los cementerios envejecen. Es lo que ha pasado en una zona del cementerio de Montjuïc. Se ha producido un derrumbe de nichos. Es triste, porque un nicho es la última casa que habrá tenido el difunto. Una pequeña casa compartida, en muchos casos, por modestos y queridos parientes.
Los panteones, los sepulcros importantes, las sólidas lápidas sobre un túmulo, es difícil que sufran una destrucción. Algunos pendencieros podrían hacer una protesta sobre la desigualdad mortuoria desde el punto de vista social.
Dicen que las víctimas de la destrucción de nichos hacía relativamente poco que habían sido enterradas. Y de golpe un pensamiento me estremece. En algunos casos, pienso, aún era posible reconocer algunos rasgos faciales de un difunto. Ignoro la rapidez con la que actúa la descomposición, pero pueden haberse reencontrado, aunque sea mínimamente, indicios de lo que fue una cara que había estado a nuestro lado... ¿Qué fue de aquellos besos?
Apellidos repetidos
A lo largo de mis viajes a pie he encontrado varios cementerios. Siempre me he detenido en ellos. He pasado entre las tumbas, he leído los nombres de los difuntos. Apellidos repetidos, los de una familia. He visto flores aún frescas, y otras marchitas desde hacía tiempo. También he visto, en un cementerio de pueblo, a una mujer que barría hojas muertas. Canturreaba discretamente una canción. Me preguntó, quizá porque me veía indeciso, si buscaba algún nicho.
No recuerdo ahora qué cantante francés escribió: «Las hojas muertas que se agolpan cuando son llamadas...». Pero tal vez el aviso funerario que más me ha impresionado lo descubrí en el País Vasco. Yo iba caminando y me encontré con este rótulo colgado en la reja de un cementerio: «Otoiz ba eta geroarte». Me saludaba y me decía: «Una oración y hasta la vista».
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