MI HERMOSA LAVANDERÍA

Tres postales de verano

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ISABEL COIXET

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1. Bob Dylan cantando canciones de Sinatra no es seguramente la cosa que uno definiría como un sonido típicamente veraniego, pero por alguna misteriosa razón que no consigo dilucidar no puedo parar de escuchar 'Shadows in the night'. Hay algo terriblemente humano en escuchar a Dylan intentando no desafinar demasiado con su hilillo de voz cantando 'Las hojas muertas' o 'The night we called a day'. Su voz es la menos adecuada del mundo para estas canciones. Es algo así como si Björk se pusiera a cantar éxitos de María Dolores Pradera. Pero lo que le falta de capacidad vocal lo suple con emoción. Son las canciones con más sentimiento que le he escuchado a Dylan en décadas. E imaginarme a Dylan en el estudio en plan crooner, musitando 'Some enchanted evening', me llena de una extraña ternura y me reconcilia con un Dylan que da la espalda al público y parece profundamente asqueado cada vez que pisa un escenario.

2. El fuego apareció de repente en el horizonte: una gran columna de humo marrón que parecía muy lejana. Pero media hora despues, la columna se había ensanchado horriblemente y se acercaba a mi casa a una velocidad apabullante. Veíamos algunos aviones –pocos, según decían mis vecinos, que ya han vivido otros incendios– lanzar agua sobre las llamas, que no se amedrentaban. Los helicópteros sobrevolaban la zona intentando crear cortafuegos. Vinieron a avisarnos de que teníamos que dejar la casa con lo puesto. Nos trasladamos a una masía desde la que pudimos ver la auténtica dimensión del fuego que ahora tenía tres frentes. A la masía llegaba gente buscando información y un camión lleno de caballos. Los niños decían que un caballo se había asfixiado, pero resultó que no era verdad. Los camiones cisterna iban a toda velocidad hacia el fuego. El viento cambiaba constantemente. No pude evitar rogar para que las llamas no llegaran a mi casa. Mi casa, mis pobres árboles... No, por favor. Siento vergüenza por pedir que el viento se lleve el fuego lejos de mi casa. Las mejillas me arden, más de vergüenza que de calor. Ojalá pare el viento, ojalá.

3. Amanece encapotado y La Concha está semivacía, solo poblada por niños aprendiendo a surfear y por mujeres mayores que recorren la playa, con decisión y poderío, como si fueran las amas del universo, con gorritos de goma de flores azules. En la arena yacen los restos de la noche anterior: condones, vasos de plástico, papeles, bolsas de patatas fritas, tiritas, colillas. Un único empleado de limpieza del Ayuntamiento está recogiendo la basura. Es un hombre negro, con un chaleco amarillo fluorescente. Un tímido rayo de sol aparece entre los nubarrones. Las señoras de los gorritos de flores azules dicen que al final de la mañana igual escampa, pero que no hay que fiarse. El hombre mira un momento al sol que vuelve a esconderse, y sigue limpiando.