Tres escenas en el metro

MARTA ROQUETA

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Primavera del 2015. Estoy leyendo un libro en el metro, cuando de repente un dedo repica en mi hombro. Alzo la vista y me encuentro a un joven que lleva una peluca fluorescente. “¿Conoces a x?”. “No”. “¿Te gustaría conocerlo?”. “No”. Sigo leyendo. Otro toquecito. “¿Seguro que no te gustaría conocerlo?”. “No”. Continúo con la lectura. Toquecito. Él, con cara de eureka: “Oye, no quieres porque tienes novio, ¿no?”.

Verano del 2015. Subo una pequeña cuesta bajo el sol de mediodía. Paso por delante de un joven. “¿Quieres que te lleve en coche hasta la parada?”. Le lanzo un “No, gracias”, mientras sigo caminando. No me acuerdo de lo que me contestó. La distancia entre el chico del coche y la parada en cuestión era de unos cien metros.

Otoño del 2015. Salgo del metro (punto de encuentro) y espero una amiga cerca de una calle bastante transitada. Semáforo en rojo. De las ventanillas bajadas de uno de los coches emergen las cabezas de un grupo de jóvenes. Me gritan a pleno pulmón varios “Guapaaaa” acompañados de unos “pspspst” parecidos a aquellos que murmuramos para llamar a un animal de compañía. Cuando me entero que son para mí y decido ignorarlos, llega el insulto: “Feaaa, tampoco vales tanto”. Semáforo en verde y adiós.

A veces me gustaría entrar en la cabeza de todos estos hombres y saber qué es lo que están pensando cuando se dirigen a mi. Cómo han llegado a la conclusión de que la mejor forma de conseguir la atención de una mujer es llamarla como si fuera una perra. Qué les hace pensar que responderás a dicha llamada, y que si no lo haces tienen derecho a insultarte. Me gustaría saber qué consideración tienen de mi, una desconocida en el metro, para pensar que la idea de que otro hombre me posea es más disuasoria que dos no y que devolver sistemáticamente mi mirada al libro después de haber pronunciado esa palabra.

¿Por qué quieren llevarme en coche cien metros? ¿Tan cansada parezco? ¿Harían lo mismo si fuera una abuela encorvada y con bastón? Si lo hicieran, ¿se me acercarían educadamente y me hablarían en un tono normal, o me gritarían desde la distancia un “señora, quiere que la llevemos en coche”? Me gustaría conocer a la mente brillante que decidió convertir actos altruistas en herramientas para ligar. O para captar la atención de una hembra. Que oye, a lo mejor cuela. Pero que al menos sepa que estás ahí, la muy sosa. Aunque haya pasado por delante de ti dos segundos, no la conozcas y no la vuelvas a ver en tu vida. Eres un hombre, joder. Y un caballero. Que lo cortés no quita lo valiente.

Hay quien me ha dicho que estas actitudes son normales. Incluso que debería sentirme halagada. Porque un piropo bien dicho, desde el respeto, te sube la autoestima. Qué quieren que les diga.

Por culpa de estas actitudes, me he pasado toda la adolescencia sacando el móvil del bolso y haciendo ver que lo leo al pasar por delante de grupos de chicos, jóvenes y hombres. No les mires a los ojos. Si te dicen algo, o notas sus miradas, no dibujes una sonrisita nerviosa. No te sonrojes. Mira al móvil, paraliza cada músculo facial y sigue adelante. Como si estuvieras pasando al lado de un grupo de jabalíes en pleno monte. Tú, si los ignoras, no te harán nada, tranquila.

Nunca he podido soportar que invadir el espacio de una mujer porque te apetece, escrutarla públicamente por la calle y, encima, lanzar tu opinión a los cuatro vientos sean actitudes toleradas por nuestra sociedad.

Cada vez siento menos vergüenza y me pongo menos nerviosa cuando me cruzo con desconocidos por la calle que se comportan de este modo. Así que pienso que ha llegado el momento de hacer algo más que bajar la mirada y apretar el paso. Dependerá de la situación, pero siento que debo responderles de algún modo. Ni que sea haciéndoles las preguntas que me pasan por la cabeza cada vez que se relacionan conmigo.