Transparencia, responsabilidad, coherencia

BEGOÑA ROMÁN

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No cabe duda de que la transparencia es un valor clave para que la democracia funcione. La fiscalización de la actividad pública es esencial para su correcto quehacer. Bienvenida sea pues la ley 19/2013 de «transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno» del Estado español. Pero la transparencia es un valor instrumental, es decir, es el medio de hacer accesible la información para exponerla al juicio de la ciudadanía. La ley exige hacer pública la información de forma estructurada, clara, accesible y gratuita, cumpliendo así con el deber de rendir cuentas de lo que hace la Administración. La transparencia es, pues, buena en tanto que se obliga al que ostenta el poder a rendir cuentas a cualquier ciudadano. Esta es la manera de comprobar si la confianza depositada y la delegación de poder han sido o no acertadas.

La responsabilidad es el deber de rendir cuentas de cómo se ejerce el cargo y se efectúa el encargo recibido de la ciudadanía. La ley insiste en que la publicidad ha de ser activa; es decir, no basta con informar a quien lo pide sino que hay que hacerlo independientemente de que alguien lo solicite. La ley propone además que la información más solicitada sea la más fácilmente accesible. Teniendo en cuenta que una forma de ocultar información o desincentivar su búsqueda es lo que se conoce como infoxicación, la ley dice que la Administración y las entidades perceptoras de fondos públicos han de informar sobre funciones, organigrama, normativas, planificaciones y evaluaciones; y que estas han de regirse por criterios de eficiencia, austeridad, imparcialidad y responsabilidad.

La ley también pone límites al derecho de acceso, puesto que no siempre está clara la diferencia entre qué debe ser público (por interés público) y qué confidencial (aunque el público tenga interés). El que rinde cuentas ha puesto límites a lo que va a presentar. El que las pide debe discutir la suficiencia o insuficiencia de lo que el otro hace y cuenta, porque todo es interpretación pero no todas las interpretaciones son buenas.

La transparencia obliga a cambiar las maneras de hacer: presentar memoria, seguir lo planificado y evaluar. Es evidente que estas medidas ponen orden y combaten la arbitrariedad y el ciego «confíe usted». Pero la responsabilidad no solo implica ejecutar el presupuesto, sino que haya proporcionalidad entre inversión y logros en un tiempo razonable, prudencial, oportuno. La responsabilidad exige coherencia con la misión institucional para poder juzgar lo efectuado como coherente o como despropósito. No se trata solo, pues, de justificar las subvenciones, las cuentas, sino de que estas sirvan a las causas de mejorar la sociedad.

La ley, en lo que atañe al tercer sector en tanto que perceptor de subvenciones, puede tener consecuencias negativas: burocratizar en exceso, invertir más tiempo en mostrar que en hacer. También puede dañar a las pequeñas organizaciones generando el efecto Mateo (da más a los que más tienen y quita a los que casi no tienen).

La ley, ciertamente, no está pensada para el tercer sector, pero permite a este poner el dedo en la llaga sobre algunos temas. Porque presentar lo impresentable no lo convierte en decente. La batalla, por tanto, va a tener que ser ideológica. La transparencia es un medio, pero tenemos que evaluar al servicio de qué fines. Los indicadores son ideológicos: por qué unos sí y otros no. Y si podemos exigir a la Administración, debemos saber también interpelar sus silencios e interpretaciones. También obliga a uno mismo a actuar en coherencia; es decir, a predicar con el ejemplo de rendir cuentas y ser más diáfano.

El tercer sector no debería esperar que lo regulen agentes externos desconocedores de su idiosincrasia. Si las entidades sociales se autorregulan desde la transparencia no deben temer regulaciones, puesto que mostrar lo que uno hace bien no debe ser objeto de disputa. Esta viene cuando uno es consciente de sus debilidades o amenazas. El fracaso no radica en equivocarse, sino en no corregir contradicciones o errores y aprender de ello.

La mejor manera de tener una buena ley de transparencia para el tercer sector es pensar qué transparencia queremos para respetar la diversidad de asociaciones y fundaciones que lo componen. Evaluar el impacto de su intervención no se hace a corto plazo, pero tampoco se debería posponer sine die. Rendir cuentas es una de las facetas de la responsabilidad. La otra, la originaria, es sentirse interpelado por el rostro del vulnerable, del que debe ser cuidado por su condición de vulnerabilidad. El tercer sector trabaja en esas lides y con dinámicas no electoralistas. La ley de transparencia le interpela: debe mejorar su presentación pública. Pero también le da capacidades reivindicativas (poner el dedo en la llaga) que no debería subestimar.