NÓMADAS Y VIAJANTES
Todos somos Hope Ibrahim
Ramón Lobo
Periodista
Periodista
RAMÓN LOBO
Me gusta la palabra migrante sin vocales ni prefijos que la disminuyan. Migrar es un derecho, un impulso genético. Así, sin vocales ni prefijos, resulta hermosa, no se le ven las fronteras, las verjas, los muros y las mafias que arrastra. Migrar es lo que lleva haciendo esta especie humana y las anteriores desde que partieron de África en busca de mejores tierras, para sobrevivir. Los romanos dieron al mar que hoy nos separa un título de propiedad, una inmatriculación: 'Nostrum Mare', que significa nuestro mar. Su imperio dominaba todas las tierras circundantes.
Después lo vulgarizamos en una sola palabra: Mediterráneo; significa un lugar que está en el interior de un territorio. Para los millones de migrantes que lo han cruzado tiene otro más lúcido: esperanza. Así se llamaba la niña nigeriana de 8 años que murió el 19 de abril del 2005. Eso dice su lápida en Tarifa: Hope Ibrahim. Tuvo suerte pese a perder la vida, conservó un nombre, su identidad. Le dieron uno inventado para acompañar a Ibrahim; al menos Hope tiene música, poesía. Entre los años 2000 y 2013 han perdido la vida en el Mediterráneo una media de 1.700 personas. Muchas se quedaron también sin su nombre.
Las cifras son frías. Quizá nos acerque algo más a la tragedia si la dividimos en una unidad de tiempo más manejable: 4,65 muertos al día; el precio de un sueño. El último, 2014, fue aún peor: 3.500 (9,65 al día). Y este 2015 recién estrenado no va bien. Save the Children denunció esta semana el hundimiento de una embarcación en la que han podido morir 400 personas. Perdíamos los nombres, ahora los números.
El buen tiempo unido a las guerras, el terrorismo, la pobreza estructural y las enfermedades han vuelto a situar en primera línea un problema al que le cuesta llegar a los titulares. Las autoridades italianas aseguran haber rescatado en los últimos días a 2.100 inmigrantes. A los que se salvan, es decir, a los que llegan a tierra, les esperan centros de internamiento de inmigrantes hacinados, como el de la isla de Lampedusa. Los vivos también quedan reducidos a un número. Los números son un problema más: cambiamos sentimientos por estadísticas.
España no está en mejor situación que Italia. Ceuta, Melilla, las costas andaluzas, son la otra frontera de Eldorado. Hay dos rutas de inmigración que atraviesan el desierto del Sahara; una conduce a Libia, que no es en estos momentos el país con más estabilidad en la zona, y la otra a Marruecos.
El efecto llamada es nuestro estilo de vida, su exhibición en las televisiones y en las redes sociales. Lo que para nosotros es una crisis, un trabajo basura, para ellos es una meta, el primer paso para empezar a escapar de la muerte. Lo dijo José Saramago: si no tienes nada que perder eres imparable. ¿Qué van perder? ¿Una vida mísera? Europa tiene una esperanza de vida que duplica la de algunos países africanos, como Sierra Leona. Dos vidas de agua potable y comida.
Aunque estas muertes son una tragedia que nos disminuyen como personas, el ministro de Interior español, Jorge Fernández, aprovecha cada oportunidad para manipular, algo nada pío para quien presume de santa rectitud. Miente cuando vincula la inmigración a Al Qaeda, al ISIS o a los atentados de París. El asunto no son los que se encaraman a una verja, que a menudo huyen del yihadismo, sino la falta de integración de los jóvenes que nacieron en Europa. Si tienes pasaporte europeo no necesitas saltar la valla, mejor usar los aeropuertos. Europa tiene un problema, además del de la manipulación de la extrema derecha, sea española o francesa. Frontex, la agencia de la Unión Europea (UE) dedicada a las fronteras carece de algo esencial: voluntad política.
EL CONFORT CIUDADANO
No todos pueden entrar y sentarse a nuestra mesa; es cuestión de espacio y despensa. Pero el límite debe establecerse desde la generosidad. La política más inteligente es lograr que sus países funcionen y no dedicarnos a derribar gobiernos y saquear sus riquezas, como el petróleo, el coltan. La ciudadanía debería preguntarse de dónde sale su confort.
Todos sabemos que necesitamos inmigrantes y más con unas tasas de natalidad tan bajas. ¿Quién pagará nuestras pensiones? Lo que nadie se atreve a decir en público es que queremos elegirlos a la carta, según nuestra necesidad, no según la suya. Queremos informáticos de la India, muy valorados también en Silicon Valley, pero no pobres analfabetos del Sahel ni refugiados de Siria. Nuestra solidaridad termina donde terminan el talento y las materias primas.
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