No todas las utopías son estériles

Ayer me imaginaba un imposible. Que todos los habitantes de la Tierra fueran trasladados a otro planeta. Pero no agrupados en naciones, en lenguas, en poder económico. Que llegaran por grupos y absolutamente mezclados. Un finlandés y un sudafricano. Un estadounidense y un turco. Una alemana y una congoleña. Que ya no serían, evidentemente, ni alemanes ni turcos. Porque en ese nuevo planeta no habría carnés de identidad, ni se pagarían impuestos, dicho sea de paso. Volveríamos a la era de la primitiva creación de elementales objetos útiles. Una utopía.

Es decir, imaginar cómo ha avanzado prodigiosamente nuestra especie. Y esta posibilidad es más que una utopía, porque una utopía es la concepción de un ideal irrealizable, mientras que para la humanidad actual, la idea del retorno al origen de la especie, más que una utopía sería un delirio patológico .

Puede ser una utopía creer que un objetivo se puede conseguir. ¿Es una utopía creer que el Gobierno pueda aceptar un proceso de independencia de Catalunya como ha aceptado la proclamación de independencia de otros países y territorios europeos?

Durante la larga historia de Estados Unidos era, sin duda, una utopía que llegara un día en que el presidente de ese país fuera un ciudadano negro, de familia africana. Y era francamente utópico imaginar que había otro continente, América, más allá de la costa europea. Pero estaba.

La utopía se encuentra en la base de muchos análisis científicos que acaban descubriendo la viabilidad de un proyecto. Una utopía es una creencia de que aún no se ha confirmado. En las tecnologías de la comunicación actuales, en la cirugía del corazón, en la exploración del cosmos y, naturalmente, en las construcciones políticas, lo que era considerado utópico a menudo ha llegado a ser real. En la naturaleza solo hay hechos. En la esfera humana, las utopías son la posibilidad de crear hechos.