Al contrataque

Terrorismo popular

ERNEST FOLCH

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Hay días señalados en los que se nos revelan nuevos vocablos. El martes descubrimos que existía una ocurrencia llamada «terrorismo anarquista», dos palabras que nunca habían ido juntas hasta la mañana del 16 de diciembre del 2014. Desconocíamos que semejante asociación fuera posible, como tampoco nos habíamos enterado de que en Barcelona hubiera atentados anarcoterroristas inspirados en Bakunin. Y es que en este caso lo llamativo es quizá lo menos trascendente: es posible, aunque parece improbable, que cuatro violentos se hayan apoderado de unas siglas ajenas, pero la noticia no es la remota probabilidad terrorista sino el neologismo fantaseado en el titular perverso, difundido por algunos medios en su increíble literalidad. Para entender de dónde viene semejante delirio léxico tendríamos que remontarnos a los tiempos en que Bush y cía. se dedicaban a fabricar justificaciones para aquella guerra santa. Mientras enviaban al pobre Colin Powell a la ONU a inventarse armas de destrucción masiva en Irak, el laboratorio peligroso de verdad era el de las palabras, que a partir de aquel momento ensució la política mundial. La táctica burda fue calificarlo todo de terrorismo para justificar la masacre y el posterior enriquecimiento. Aquellos maestros tuvieron discípulos aventajados, como aquel Aznar que, tras poner los pies encima de la mesa, se dedicó, en una de las franquicias pobres de la coalición, a adaptar la versión doméstica de la doctrina, y a partir de aquel momento, como ya es conocido, todo pasó a ser ETA. Una década después, el viejo dogma ha sido actualizado a los nuevos anticristos 2.0, y por eso Ada Colau es ETA, Artur Mas es ETA y por supuesto Pablo Iglesias es ETA.

Inmensa paranoia

El último eslabón de esta inmensa paranoia es el recién salido del horno «terrorismo anarquista». Viendo los precedentes, es imposible evitar ser malpensados: en un momento de gran tensión social, con conflictos enquistados como el de Can Vies, es una maravillosa solución inventarse un término que asuste y hacer pasar así a movimientos pacíficos por amenazas apocalípticas. Curiosamente, no leeremos nunca «terrorismo bancario» pese a los desahucios, ni nadie se atreverá a hablar de «terrorismo eclesiástico» pese a la pederastia. Ni siquiera Bárcenas o Ana Mato han logrado que se acuñe el calificativo «terrorismo popular», en el sentido literal o figurado, a pesar de los méritos del PP para crear este neologismo. Y es que el terrorismo, sea popular o no, es un sustantivo que nunca falla, el comodín que saca siempre a la extrema derecha de cualquier apuro. Qué más da que detengan a inocentes, qué más da que sea una invención: lo importante es que la noticia se va pero la palabra queda. Y sin embargo, permanece sin respuesta una pregunta misteriosa: ¿por qué nunca son terroristas los que mandan?