Yo tengo algo de Barril

EMILIO PÉREZ DE ROZAS / BARCELONA

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No venía siempre. Venía, pero no siempre. Yo lo esperaba como agua de mayo, pero no venía tanto como yo quería, no. Venía poco y, aunque nadie lo echaba en falta, pues se hacía poco con la canalla de Santes Creus, yo lo esperaba como se espera el verano, el calor, el baño en el río Gaià.

Era normal que no se hiciese con aquel ruido, con aquel barullo estival. Nosotros éramos los Pérez y había los Sandoval ¡menudo clan el de La Chita!. Y los Puente. Y los Ventura. Y los Magre. Y los Domènec. Y los Martí, con un tío en Suiza, los Andani. Familias enteras con un montón de prole. Niños de todas las edades. Y él era un solitario, pero ya de niño, de muy niño.

Y, cuando digo solitario, no estoy definiéndole, ni mucho menos criticándolo o poniéndole un adjetivo que lo convierta en raro. No, no, simplemente era un niño, un joven (de adulto ya vino menos, bueno, dejó de venir), que tenía su mundo, nada que ver con el ruido y la agitación de los Pérez, los Sandoval, los Puente, los Ventura, los Magre, los Domenec, los Mártí, los europeos Andani.

Él venía porque amaba Santes Creus, no las vacaciones, ni la inacabable (para un niño era una bendición) plaza del Monasterio. Venía para jugar al ajedrez en la terraza del bar Sport. Era, incluso, capaz de resistirse a sus maravillosos berberechos. Ahí, en esa terraza, fue donde yo aprendí a jugar al ajedrez y a querer, sin decírselo ni él saberlo, a ese niño distinto, a ese curioso bicho.

Él vivía en casa de sus tíos, los Valero (de inmenso tractor, que los definía), que eran de los payeses poderosos, o eso se decía en el pueblo, gente maravillosa pero igualmente silenciosa como mi amigo. Yo con él hice mi primer dinerito, con algo tan sencillo como sacarle partido a una exigencia de papá nada más llegar al pueblo: «Tenéis que aprenderos de memoria el Monasterio». Y el patillas nos compró un librito y los Pérez se aprendieron de carretilla todos los claustros y capiteles. Y como en el Monasterio tenían guías en castellano, catalán, inglés y francés ¡pero no en alemán!, él y yo nos apostábamos en cualquier lugar, por ejemplo en el Sport, jugando al ajedrez y, cuando venían turistas alemanes, el señor Joaquín nos enviaba un serpa a la cantina y nos contrataba a nosotros: yo recitaba las exigencias de papá, él las traducía ¡porque estudiaba en el colegio alemán, claro!, y, luego, nos daban suculentas propinas, ya las mejores de la época.

Yo le hablaba de los Rolling y él me platicaba sobre Joan Manuel Serrat. Yo le enseñaba el último disco de Jethro Tull y él me tarareaba la Quinta de Beethoven. Yo le invitaba a jugar a frontón contra el muro del Monasterio y él abría el último libro de García Márquez.

Yo parecía tonto y él, la mar de listo. Pero pegábamos bastante. Yo aprendí de él la paz, la sensatez, la cordura, la conversación, la  charla. Los chavales que descartaron esa convivencia se perdieron mucho. Yo lo pillé a la primera y supe que pegarse a él iba a ser una bendición para crecer.

Luego, de adultos, de viejos, de periodistas, apenas cruzamos palabras, apenas. Pero yo diría que tengo algo de Barril. Y me enorgullezco de ello. Me chifla. Y le doy las gracias. Los hay que se acuerdan de él cuando abren un libro. O ponen la radio. O van al Passadís del Pep. Yo me acuerdo de Joan cuando veo un ajedrez. Es, ya ven, una asociación inteligente, sensata, culta. Barril, al fin.