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Ni tanto ni tan calvo

RAMÓN DE ESPAÑA

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A   nte la figura de Morrisey

-que actúa pasado mañana en Barcelona-, suele afirmarse que no caben las medias tintas, que se le ama o se le odia sin matices de ningún tipo. Permítanme que discrepe. A mí el antiguo líder de los Smiths a veces me aburre y me saca de quicio y a veces me parece un sujeto de una sensibilidad extrema cuyos quiebros vocales pueden ponerme al borde del llanto. Es como si dos personas convivieran en una: por un lado, tenemos al poeta vegetariano, arrogante y convencido de su importancia que opina sobre todo y todos, nos da unas tabarras tremendas sobre lo mal que tratamos a los animales y reivindica su condición asexual (aunque todos recordamos cierta mano masculina que le acariciaba el muslo en una canción de Ringleader of the tormentors: debió tratarse de un desliz); por otro, tenemos al autor de temas como Reel around the fountain y otras cimas de la melancolía pop, un tipo que blasona una soledad cósmica y conecta con todos los adolescentes tristes de este mundo. El problema, si te gusta este Morrisey, es que también debes pechar con el otro, el que obliga a Penguin a publicar su autobiografía en la sección de clásicos porque cualquier otro destino sería humillante.

Los Smiths fueron muy importantes para la generación inmediatamente posterior a la mía, cuyos representantes más sensibles hicieron de Morrissey un héroe blasé que les acompañaba en sus existencias atormentadas. La figura del joven incomprendido abocado a la melancolía es un clásico del mundo pop. Bryan Ferry interpretó ese papel para los de mi quinta, con el añadido de cierto humor subterráneo y self deprecating que nunca he detectado en la obra de Morrissey, un hombre que se lo toma todo muy en serio, empezando por sí mismo.

Intuyo que el concierto del miércoles estará lleno de cincuentones, casados y con hijos y más o menos conformados con su existencia, que en tiempos creyeron que nadie les querría y que encontraron consuelo en la voz quebrada del agónico Morrissey.