En primera persona

Superpoderes

«A ser feliz no se enseña con palabras, libros, sermones o clases particulares. La única vía es el ejemplo»

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MARINA SANCHO

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Antes me proponía muchos hitos en la educación de mis hijos. Pretendía ser una supermadre: amorosa, paciente, estimulante, fuerte, equilibrada, inteligente y proactiva. Tenía previsto, además, transmitirles los mejores valores

y enseñanzas: los quería hacer responsables, competentes, deportistas, generosos, comprensivos, con mucha seguridad personal y grandes propósitos en la vida. En el preciso momento de dar a luz, sin embargo, una gran parte de mis objetivos ya se fueron al traste: no parí de la forma perfecta que yo había imaginado, no recibí a mi bebé como yo esperaba y me dolía un montón darle el pecho.

Las cosas no salían como yo quería. Las hormonas fluctuaban y mis emociones danzaban a su ritmo: tan pronto reía como lloraba, como estaba ansiosa o desconcertada. De nuevo, me estaba fallando a mí misma. En lugar de estar dando saltos de alegría por tener a un niño sano entre los brazos, solo me preguntaba cuándo sería la próxima vez que volvería a dormir o cuándo se irían todas las visitas de casa. Mi maternidad comenzó estando sulfurada conmigo misma.

Rabietas y travesuras

El nivel de insatisfacción no hizo más que incrementar a medida que mi experiencia como madre avanzaba. Era exactamente como si mis hijos hubieran nacido para demostrarme cuán incompetente soy. No sé resolver conflictos, no puedo evitar que tengan rabietas en medio del supermercado, no puedo frenar su pletórica espontaneidad cuando recitan en mitad de la comida de Navidad lo que realmente opino sobre mi tía, no tengo ningún plan para que dejen de ser siempre ellos los que hagan las peores travesuras de la escuela, no tengo ninguna poción mágica que los inmovilice cuando los llevamos a lugares públicos como los restaurantes. Me siento impotente ante su ingenio, su impertinencia y su don de la oportunidad. Todos los intentos por tener hijos de anuncio han fracasado.

De modo que, incapaz de convertirme en el tipo de madre que siempre había soñado o que había creído que debía ser gracias al modelo transmitido por la publicidad (una madre con superpoderes que puede con todo y siempre con una sonrisa), empecé a reflexionar sobre qué tipo de madre necesitan realmente los hijos.

Una madre perfecta y completamente entregada debe ser como una bestia sobrehumana que no puede hacer más que frustrar a los niños con tanta diligencia y superioridad. Mis hijos, para ser felices, no necesitan a una madre abnegada ni sacrificada. Por el contrario, necesitan a una madre auténtica que viva de forma apasionada, que tenga aficiones y necesidades que no dude en satisfacer. No pretendo que rindan más que su propia capacidad, que se olviden de sí mismos y que menosprecien sus propósitos reales. Mi objetivo es que sean lo suficientemente atrevidos para ser quienes realmente son y no les importe lo que se diga al respecto.

La lección más importante

Las mujeres, y los hombres también, pretendemos, demasiado a menudo, ser muchas cosas para el bien de nuestros hijos. Pero se nos olvida, quizá, la lección más importante: el hábito de ser felices. Y esto no se enseña con palabras, libros, sermones o clases particulares. La única vía de transmisión es el ejemplo. Así, que, adultos que me estáis leyendo, recordad que nuestra misión fundamental es edificar nuestra propia felicidad.

Mis hijos han rebajado hasta cero mis pretensiones de ser una madre ideal, hasta llegar al punto de que mi meta más importante es existir. Ciertamente, me limito a estar a su lado y construir mi vida con tanta belleza y felicidad como sea posible. Prefiero que se les peguen mis ganas de vivir con libertad que las neurosis de una madre perfecta

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