¿Qué hubiera hecho Suárez con el 'procés'?

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JUANCHO DUMALL

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Cuarenta años después de la legalización del Partido Comunista de España, el clímax de la Transición, se ha subrayado la audacia del entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, y la actitud moderada del secretario general del partido de la hoz y el martillo, Santiago Carrillo. Sin esos dos ingredientes, arrojo frente a los militares franquistas y pragmatismo ante las bases comunistas, el tránsito hacia la democracia en España hubiera sido un peregrinar mucho más largo y conflictivo.

Suárez sabía desde su llegada a la Moncloa que no podía administrar el tiempo. La operación de llevar a España hacia una democracia homologable en Europa debía hacerse a toda pastilla. De hecho, desde que fue nombrado presidente por el Rey hasta que se votó su ley de reforma política pasaron cuatro meses y medio; desde entonces a la legalización del PCE, otros cuatro meses, y desde allí a las elecciones, dos meses más. El lema era '¡deprisa, deprisa!'

No era Suárez un político que dejara que el tiempo arreglara los problemas. Y, además, las ansias de libertad de la sociedad española no se lo permitían. Una actitud en las antípodas del actual presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, especialista en que el tiempo solucione los problemas. O no.

RETO SOBERANISTA

¿Qué hubiera hecho Suárez ante el reto del soberanismo catalán y su exigencia, con amplio respaldo social, de un referéndum? Se trata, obviamente, de una pregunta retórica que carece, por tanto, de respuesta. Pero la actuación del entonces presidente con los comunistas da alguna pista sugestiva. Fue capaz de buscar intermediarios para abrir el diálogo, se arriesgó a participar en reuniones secretas, tejió complicidades, exigió contrapartidas, jugó con astucia, manejó bien los resortes de los enormes poderes del Estado predemocrático y supo ceder.

Nada que ver con un presidente encastillado en el discurso de la soberanía nacional y la inviolabilidad de la Constitución como tapones a cualquier salida. Un presidente que, ante un descomunal problema de Estado, se queda en la letra pequeña de las inversiones en trenes de cercanías.