'Spaghetti al nero di seppia' con Potau

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ISABEL COIXET

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Las Ramblas. Una y media del mediodía. Cruzo el mercado de La Boqueria intentando esquivar a las hordas de turistas armados con palos de selfi y a los vendedores de zumos de maracuyá. Este ya no es el lugar donde la señora Patro, la madre de Joan Potau, compró durante más de 50 años las cerezas que le volvían loco o los filetes o las judías verdes. Una mañana de hace mucho tiempo recuerdo haberla acompañado en su compra diaria y haberme quedado fascinada con el ojo certero con el que escogía los víveres: solo lo mejor para Juanito, lo mejor, aunque se lo tuviera que quitar ella de la boca. Él creció con ese amor inconmensurable, absoluto, esa conmovedora ceguera que veía una pelambrera en un cráneo yermo. Un amor que le alimentaba y asfixiaba a partes iguales.

Al otro lado, en una plaza fantasma donde construyen un aparcamiento desde hace años, hay una calle, escapada de un callejón veneciano: Jerusalem. El primer restaurante al que fui en mi vida estaba en esa calle. La primera vez que probé el vino tinto. El primer pudín de escalivada, cuando era algo novedoso y lo podías encontrar en todos los restaurantes de la ciudad. Ese mismo lugar lo ocupa hoy el Bacaro, un restaurante veneciano, familiar, acogedor, único, con una materia prima siempre excepcional. En los últimos años de Potau, siempre que salíamos, este era su lugar. Los camareros, los cocineros, los dueños eran su familia. La corriente de cariño que generaba con ellos era recíproca. Le adoraban como a un chamán-niño, como a un familiar lejano que acaba siendo el más cercano. Me paro en la entrada y me parece verlo: un hombre empequeñecido por la enfermedad, calvo, siempre con gorrito de lana, hasta en verano, con la espalda vencida y los ojos más vivos del mundo, como si la fuerza que empezó a abandonarlo, ya con la primera traición del cuerpo en la adolescencia, estuviera destilada en esos ojos. Es el primer aniversario de su muerte, y toda la gente del Bacaro lo ha recordado. Anécdotas, historias, momentos y momentazos... Brindamos con Coca-Cola, que era lo único que bebía. Luego, Mauri abre una botella de champán. No quiero mirar la carta. Sé que se impone su plato favorito: los spaghetti al nero di seppia, los mejores de la tierra, como decía él, los mejores. Brindamos por él, donde quiera que esté. Rodeado de mujeres, eso seguro. Siempre tan bien acompañado. No dejo ni una gota del 'nero di seppia de los spaghetti'. El fondo de mi plato resplandece. Tantos viajes, cenas, conversaciones, idas, venidas, encuentros: una vida.

Y me parece oír su voz, detrás de mí, mientras voy a llorar al cuarto de baño: "Isabel Scott, el amor fou está sobrevalorado, ¡no lo olvides!". No lo olvido.