Un modelo en cuestión

Sobre la crisis del turismo en las ciudades

Hay que agilizar el consenso para garantizar el equilibrio en los barrios que atraen a visitantes

JOSEP-FRANCESC VALLS

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Las ciudades no son parques temáticos que se desarrollan en territorios nuevos, sea en una zona rural deshabitada, un desierto o una marisma. Antes de ofrecerse como lugar de atracción y ocio de los visitantes, en el espacio urbano preexisten una serie de funciones: ser lugar de relación e intercambio social, cultural, de alimentación o trabajo entre los habitantes. Más todavía: los trazos, los monumentos, las actividades, el espíritu y las huellas de la historia común componen un activo que, a la vez que espacio vital para los propios habitantes, se convierte en la materia prima del atractivo turístico de cada lugar de la ciudad. Si aumenta descontroladamente la oferta -hoteles, restaurantes, bares, cafeterías y demás- en detrimento de las funciones preexistentes en cada barrio, pueden producirse problemas de convivencia como los que están protagonizando en los últimos tiempos los nativos contra el turismo en algún barrio de Barcelona, Berlín, Nueva York o Venecia.

Son ciudades turísticas exitosas. Su modelo de planificación indica claramente que la satisfacción de los visitantes debe conseguirse manteniendo e incrementando la de los habitantes. ¿Por qué algunos vecinos se quejan de la presión turística o se sienten expulsados de sus barrios? ¿Significa eso que el éxito turístico conlleva siempre daños colaterales de enojo, expulsión de algunos habitantes o cambio radical de hábitos y trabajos? Lo que ocurre es que en la praxis de la gestión turística se enfatiza el crecimiento del número de turistas a base de mayor oferta indiscriminada por encima del mantenimiento de las funciones preexistentes. De este modo pueden desertizarse la ciudad o los barrios de pobladores, así como comercios y hábitats tradicionales. Roto el equilibrio, se malbarata la autenticidad. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en Venecia. La abandonan sus antiguos moradores mientras llegan camareros y personal de servicio. Especializarse en turismo a base de expulsar las huellas anteriores facilita pingües beneficios a corto plazo para algunos de los actores económicos, pero adelanta la degradación del espacio urbano a medio y largo plazo. Cuando esto ocurre hay que acudir al dinero público para rehabilitar y salir del fracaso.

Déjenme referirme a tres casos en los que la llegada masiva de turistas no parece que genere estos conflictos, tres casos que abren una vía para repensar los modelos turísticos. El primero es el Barrio Rojo de Amsterdam. A las funciones tradicionales de ocio para los antiguos pescadores y navegantes -bares, restaurantes, lugares de alterne en un espacio espléndido de puentes y dársenas- se ha unido un flujo extraordinario de turistas de día y sobre todo de noche. El segundo es el Trastevere de Roma, barrio medieval de Roma tras el Tíber, con sus calles adoquinadas con sampietrini, reconvertida en zona turística (y gastronómica) desde el final de la segunda guerra mundial para gozo de los que viven tanto en el barrio como en Roma y de los turistas. Y el tercero es Pigalle. En ese barrio paradigmático parisino se unen el music-hall, la plaza que ha atraído a los más importantes pintores de los últimos cien años y los cafés literarios. Pues bien, la convivencia se sigue manteniendo allí sin excesivas complicaciones.

El común denominador del éxito de la convivencia en estos tres casos no se fundamenta en la fórmula cuantos más turistas mejor, sino en varios puntos: el fuerte enraizamiento de la población autóctona en el barrio; una normativa urbanística clara y precisa que conserva lo original y preserva el equilibrio entre la permanencia de los habitantes, el mantenimiento de los negocios -tradicionales y nuevos- y la llegada de turistas, mitigando la especulación de algunos y la expulsión de los más débiles; el escrupuloso cumplimiento de las ordenanzas de horarios, ruidos, convivencia, decencia pública...; y el partenariado público-privado para el desarrollo de las infraestructuras de sostenimiento de los barrios en franco consenso.

Todo crecimiento produce habitualmente crisis. En las cuatro ciudades citadas al principio asistimos a esta fase de expansión. Otras ciudades no se van a enfrentar a esos problemas porque no alcanzan ese nivel de desarrollo turístico. La hoja de ruta turística de Barcelona está bien diseñada en base al modelo consensuado desde hace años. Hay que agilizar el diálogo y el consenso entre todos los actores para garantizar el equilibrio en los barrios que atraen turistas, de modo que se reafirme el valor de lo autóctono a la vez que se incorporen nuevos activos que los hagan más atractivos. Es decir, se mantenga el equilibrio entre los nativos y los turistas, los negocios tradicionales y los nuevos. Resulta mucho más rentable para todos.