CRÓNICA EN LAS calleS

Silencio en el muelle de pescadores

CATALINA GAYÀ

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El reloj de la Torre del Rellotge ha perdido la chapa entre las seis y las siete y, por ese hueco, se ve la maquinaria de esa falso faro que anuncia a los pescadores a qué hora se hacen a la mar y a qué hora regresan. Los domingos por la mañana el muelle de Pescadors está desierto, silencioso y cerrado al público. Cuando se llega a estebodegón marinodesde el paseo de Joan de Borbó, la Barceloneta se descubre como una serpiente: vive gracias a que atesora varias pieles.

Por el paseo, circulan centenares de turistas que parecen tener como misión inmortalizar con sus cámaras lo que serían las fronteras del barrio: los paseos Joan de Borbó y Marítim. Foto a la palmera. Disparo al amigo. Retrato al cielo. Esa es la piel de postal; la que verán miles de personas cuando los turistas regresen a Francia o a Italia y cuelguen sus «Vacaciones en Barcelona» en Face-

book.FrancescayCaterinason italianas. Gafas de sol enormes, modernísimas en el paso y en el vestir. Han viajado a Barcelona para«vivir una aventura».Les encanta la Barceloneta. ¿Las callejuelas? «Dan miedo».

Ignoran el encanto de las calles en sombra y las lecciones de vida que se dan gratis en los bares como el

Moll de'n Rebaix. Gracias a ese desdén, en la calle de Pescadors el único bullicio es el que hace un canario que canta a un domingo soleado que él no ve, pero que las chicas han inmortalizado. De uno de los edificos sale una parejita. Esos mundos, esas pieles, viven ajenos cada vez más al muelle de los pescadores. «Los nuevos vecinos del barrio no saben que los pescadores existimos. Hace seis meses se hizo una encuesta y la mitad ni sabía que aquí había barcas de pesca», advierteXavier, el mecánico del Bona Mar. «No resistiremos a la subida del gasóleo. Hace cinco años había 21 barcas de arrastre. Ahora, 14. De las 70 de luz quedan 50».

En el muelle huele a mar, a pescado, a red mojada, a gasóleo. El viento de Poniente mece las barcas. ElBona Marestá amarrado, quieto, esperando a que se haga de noche para salir a faenar.L'Òstia, a su vera, llama la atención a unas gaviotas.

Al principio el silencio es tan profundo que Barcelona reverbera. En segundos el runrún desaparece. Desde los espigones, se ven las figuras de hombrecillos diminutos que entran y salen del Maremàgnum. Ahí hay idas y venidas; aquí, paz. El bar de pescadores tiene la persiana bajada. La lonja está desierta. En un grafito, Popeye y Brutus sonríen. «El rincón del marinero», anuncian.

El reloj toca a un cuarto. Suena suave, pero yo me sobresalto. Al final de uno de los espigones hay tres hombres y dos niños. Vinieron a desayunar cerca del mar y a enseñar a sus hijos a pescar con caña.Jordies pescador.Antonio, dice, se gana la vida como pescador, pero «la palabrapescadorquizá es demasiado grande». Se hizo a la mar porque su hijo,Sebas,le insistió tanto para que le comprara una caña que no tuvo más remedio que hacerlo. Hace solo dos años compró dos y de ahí se pasó a una barca. Pesca junto a Jordi en la barca del cuñado del último,L'Òstia.

No viven en la Barceloneta; llegan aquí cada madrugada desde Sant Boi. El hijo deAntonioquiere ser pescador. TambiénEric, el hijo deJordi. «Hay que levantarse de noche», advierteAntonio. Su despertador suena en tierra mucho antes de que las agujas del reloj pasen el vacío entre las seis y las siete.