Peccata minuta

El silencio de los corderos

JOAN OLLÉ

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La culpa fue mía y solo mía. ¿Quién me obligaba a prescindir de los azules y grises y naranjas del cielo africano, así como del nocturno billar de las estrellas, para refugiarme en la falsa y fría luz de la televisión para  saber qué pasaba en el mundo? Y una vez le has dado al play ya no hay marcha atrás y te aparece un escuálido caballero de color fotocopia en blanco y negro moviendo los labios. Y como no tuve la precaución de bajar el volumen a cero, pude enterarme de las palabras que pronunció el conseller de Justícia, Germà Gordó, en la Universitat Catalana d'Estiu.

El pueblecito francés de Prada de Conflent, a dos pasos de la frontera, es un santuario de la catalanidad desde que, recién terminada la guerra civil, Pau Casals y Pompeu Fabra se exiliaron allí, para seguir cerca de su tierra y su lengua. Ya en 1947 tuvo lugar un Seminari d'Estudis Catalans, y en 1950 -y por sugerencia de su amigo Albert Schweitzer- el maestro Casals fundó y dirigió hasta 1966 el Festival de Prada, al que fueron invitados grandísimos solistas. Y algunos catalanes, siguiendo el sabio consejo de Espriu de largarse norte allá (de ida y vuelta), peregrinaron anualmente hasta el Conflent para reencontrarse con El cant dels ocells en la pequeña iglesia de Sant Pere. Ya en 1969 abre sus puertas la Universitat Catalana d'Estiu, a la que acuden, ávidos de catalanismo en libertad, alumnos de todos los países en los que se habla nuestra lengua para seguir sus militantes cursillos. Eran tiempos de resistencia.

Vientos de epicidad

on la llegada de la democracia, la Universitat, ya obsoleta como centro de expresión política, continuó sus actividades academico-reivindicativas, ahora presididas por la reivindicación de la reunificación de los Països Catalans.  Allí mismo, hace una semana, en sede universitaria y tal vez agitado por los vientos de la epicidad, nuestro almidonado conseller de Justícia soltó, tal vez para redimirse de su excesiva prudencia patriótica, que «una Catalunya independiente no debería olvidar la nación completa, y sería lógico contemplar la posibilidad de extender la nacionalidad catalana a los ciudadanos del resto de territorios de los Països Catalans». La encendida ovación que Gordó debió recibir de los incondicionales ultramontanos no se correspondió con las denuncias de la generosa voluntad colonizadora del ínclito conseller por parte de los presidentes de los territorios aludidos.

Si son graves e irresponsables -la cabra tira al monte- las declaraciones del honorable Gordó i Aubanell, lo es mucho más el silencio de sus cómplices corderos, que no supieron decir ni be ni mu a lo largo de tres días con sus noches, hasta que la portavoz Neus Munté, como no podía ser de otra manera, nos tomó el pelo una vez más hablando de malentendidos.