Violencia en el deporte

Un silbato, un cronómetro y un bolígrafo

Tras un partido de básquet viví la sensación claustrofóbica de estar sitiada por unos energúmenos

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ROSA RIBAS

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Mientras estudiaba en la universidad, los fines de semana ganaba algún dinero como árbitro auxiliar de baloncesto. Tres partidos todos los domingos por la mañana; algunas semanas, si me llamaban también para el sábado por la tarde, eran seis. Vengo de una familia aficionada al deporte. Mi abuelo jugó al fútbol, mi padre y mi hermano, al baloncesto. A mí, a pesar de mi metro sesenta, también me hubiera gustado jugar al baloncesto, pero el oculista me prohibió todo deporte de contacto porque mis ojos son demasiado frágiles. Así que me tuve que conformar con correr y, ya puestos, correr distancias largas. Eso me dio un buen fondo, algo que resulta útil cuando llegas al mundo de la escritura, si bien sigo pensando que es mucho más divertido correr tras una pelota.

Los domingos, pues, madrugaba para hacer de anotadora en tres partidos de la liga regional. Lo hice durante cuatro años y, por haberlos visto tantas veces, conservo algunos gestos arbitrales: cuando noto ánimo de ofender en una persona, me agarro la muñeca, la señal de falta personal intencionada o cierro el puño derecho y extiendo tres dedos de la izquierda para indicar el número 13. Esta experiencia como auxiliar de mesa era una mera curiosidad en mi biografía, una anécdota. Hasta que empezaron a aparecer en la prensa noticias de peleas entre padres en partidos infantiles, árbitros agredidos en el fútbol sala, público insultando a los niños del equipo contrario… Esas noticias me produjeron rabia, bochorno, tristeza. Casi habría llegado a sentir pena o compasión por sus protagonistas, porque sus vidas han de ser una auténtica desgracia para llegar a algo así.

ENCERRADOS EN LA CASETA

Pero entonces me acordé de la ocasión en la que, al finalizar un partido, una turba de energúmenos intentó agredir al árbitro, quien tuvo que salir corriendo de la cancha y meterse en la caseta. Lo acompañamos los dos auxiliares de mesa. El 'crono', un señor mayor, del que solo recuerdo las manos, curtidas, con manchas, y yo, que era la anotadora. Reviví la sensación claustrofóbica de estar sitiados, encerrados, en la caseta, que olía a lejía y a humedad. El 'crono' y yo nos sentamos en una banqueta de madera. Él apretaba el cronómetro con fuerza y, a veces, sin querer, tocaba un botón y lo ponía en marcha, pero enseguida lo volvía al cero. De modo que nunca sabremos cuánto tiempo nos tocó pasar allí.

Yo apoyé una carpeta en las rodillas y le di la vuelta al acta en la que había anotado el transcurso del juego: nombres y dorsales de los jugadores, puntos y faltas. En eso deberían haberse quedado mis anotaciones. Nunca era bueno tener que escribir en la otra cara del acta; allí solo se recogían incidencias e insultos. Puse el papel carbón entre las hojas. En este punto entra la banda sonora de mi recuerdo: golpes furibundos en la puerta de madera, gritos, insultos rabiosos, amenazas de muerte, sonidos inarticulados, una mano que aporreaba el cristal de un ventanuco alto con rabia maníaca.

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Del árbitro, joven, algo mayor que yo, guardo sobre todo la imagen de los pies, de sus zapatillas yendo y viniendo mientras dictaba atropelladamente el texto que debía recoger en el acta. Y mientras los insultos de la horda se colaban en el cuarto, chocaban contra las paredes, resbalaban por los baldosines de la ducha, robándonos el exiguo espacio que nos refugiaba, me esforcé por redactar de la mejor manera posible el texto.

Los puntos, las comas, los dos puntos, las comillas, los paréntesis se convirtieron en mis aliados y mis protectores. La sintaxis es cordura. Estructurar las frases, marcar las citas, ordenar las enumeraciones me dio aire. «Las comas son una pausa para respirar», había aprendido en la escuela. Mientras ponía comas (no sé si la situación me permitiría el lujo de un punto y coma), podía respirar, ganarle el pulso al ruido que quería asfixiarnos.

PUÑOS CALIENTES

En algún momento llegó la policía y la jauría se dispersó. Seguramente se irían ufanos a comer los canelones del domingo. O, ya que tenían los puños calientes, tal vez al llegar a casa le pegarían a la mujer o a los hijos. Volverían a su vida cotidiana que, no puede ser de otra manera, debía de ser una vida de mierda, si habían tenido que «desfogarse» insultando y amenazando a un joven, a un señor mayor y a una chica de 21 años. 

Me gustaría cerrar diciendo que, armados con un silbato, un cronómetro y un bolígrafo, ganamos nosotros, pero no es verdad, solo salimos indemnes. Y, mientras tanto, esa gente ha dado paso a la siguiente generación de energúmenos.