Mi hermosa lavandería

Shakespeare, patatas y sudor

Foto EFE / Sergio Barrenechea

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ISABEL COIXET

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Ciudad Real. 42 grados a las cuatro de la tarde. Cuando bajamos del tren, una oleada de calor seco nos golpea, como si alguien se hubiera dejado la calefacción encendida en la calle durante los últimos diez años. El taxi que nos conduce a Almagro lleva la radio con un programa de coplas donde suena una canción que hacía años que no escuchaba: Perlita de Huelva cantando "precaussiooooón, amigo conductor, la senda es peligrooosa". Cruzamos las calles del pueblo, blancas y silenciosas, completamente desiertas, como si una catástrofe nuclear hubiera acabado con la gente y los gatos. La representación va a empezar dentro de unas horas, cuando el sol baje y las paredes de cal blanca hayan chupado todo el calor que hayan podido.Y no podría ser más adecuada: Sueño de una noche de verano. Shakespeare en el Festival de Teatro Clásico de Almagro. Salimos del hotel, vacilantes, en busca de algo de comer antes de la función. En la preciosa plaza Mayor, con sus rectilíneos edificios con ventanas verdes, hay algo de animación y niños con helados por doquier. Nos sentamos en una terraza a la sombra. La carta propone tapas contundentes más propias de diciembre que de julio: migas, gachas, asadillos, cordero... Nos decidimos por las atemporales croquetas y el no menos atemporal jamón. Y agua, litros de agua. Las croquetas son buenas; el jamón, no. Probamos la berenjena de Almagro: una ola de pimentón, vinagre y comino, algo que Dulcinea debió de servirle en algún momento al ingenioso Hidalgo, como aperitivo de los duelos y quebrantos.

La cola del teatro al aire libre da la vuelta a la manzana. La gente se aprovisiona de agua, refescos, abanicos, cualquier cosa para que este calor aplatanador no acabe con nosotros. Cuando las luces se apagan, no se oye ni una mosca. Los actores se adueñan del gran escenario con una pasión y una alegría desbordantes. Brincan, saltan, bailan, son bosque, elfos, brujos, atenienses, amantes despechados, infortunados, lujuriosos. Sudan a raudales. Se cambian de ropa y al minuto empapan la nueva a una celeridad temeraria. Shakespeare brota del escenario, inmortal y travieso, como siempre. Salvaje, romántico, apabullante. El azar demoniaco de las relaciones amorosas, los equívocos, el destino que nos lleva a enamorarnos de quien no debemos son encarnados por este grupo de actores de Los Ángeles con una fuerza arrolladora. Las estrellas, numerosas esta noche, espían curiosas el escenario, empapado de sudor y flores.

Acabada la obra, volvemos a la plaza, ahora repleta de gente a las dos de la madrugada. Los actores llaman a gritos a un camarero del que se han hecho amigos, que les recibe encantado. Empiezan a fluir las cervezas y el vodka. Y decenas de platos de patatas bravas con una especie de asadillo casero, receta de la abuela del camarero, que los actores, todavía brillantes de sudor, devoran con fruición. Este, en un inglés encomiable, reparte bebidas y pan, y cuida del numeroso grupo con celeridad y mimo. "Yo llevo el teatro clásico en las venas; el teatro es mi vida", les dice a los actores. Y estos levantan las copas al unísono: "¡Y la nuestra!". En algún lugar, Shakespeare, quien quiera que haya sido, contempla la escena con apetito y nostalgia. Alguien pide más patatas.