Seísmo político en Catalunya

Semprún, Pujol, García Márquez

Las duras reglas del juego obligan al 'expresident' a explicarse y responder de sus actos

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MARÇAL SINTES

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«¿Por qué no debemos confiar pacientemente en la justicia de la gente en última instancia? ¿Existe alguna esperanza igual o mejor en el mundo?». Abraham Lincoln

 

Una vez me crucé con Jorge Semprún en la calle Pelai de Barcelona. Me quedé, como se suele decir, helado. Paralizado. Tanto, que no fui capaz de decirle nada. Él avanzaba solo, lentamente, mientras yo permanecía allí, plantado en la acera. No abrí la boca pese a que le habría podido contar muchísimas cosas. De sus libros, de su azarosa vida, de la profunda admiración que sentía, y siento, por su obra y por él... Pero la emoción, ya digo, me venció. Desde la universidad hice esfuerzos para invitarle a venir a Barcelona, pero fue inútil. Cuando parecía que el viaje era posible, él enfermó, fue ingresado y ya no se repuso.

No soy nada aficionado, ni nada partidario, de idolatrar a nadie. Entre otras cosas, porque en la mayoría de casos que alguien sea un gran escritor, un gran pintor, un gran médico o incluso una persona entregada a la solidaridad y a ayudar al prójimo no garantiza que se trate de una buena persona. O que no tenga flancos, recodos desagradables o definitivamente condenables. Si no quieres tener disgustos, mi consejo es que evites conocer demasiado a fondo a tu cantante preferido.

Sin embargo, en el caso de Semprún lamento haber dejado pasar la ocasión de interpelarlo, de conversar con él aunque fuera brevemente. Supongo que se debe a que mi admiración no era literaria en el sentido estricto. Sino también ética, es decir, que iba -va- más allá de sus libros y conferencias. No sé muy bien cómo expresarlo o definirlo, pero mi admiración era -es- integral: por el intelectual y por la persona (incluso por el ministro).

Entiendo perfectamente que a mucha gente el turbio episodio del dinero en el extranjero de la familia Pujol le haya causado un estupor total y una aguda tristeza. Desolación. Pujol ha sido, en mi opinión, uno de los grandes políticos catalanes y europeos de las últimas décadas. Su compromiso, rayando la obsesión, con Catalunya y la causa de los catalanes resulta indudable. Es, además, un intelectual de dimensión notable, de una gran potencia de pensamiento, favorecida por su insondable memoria. Yo mismo lo admiro, a pesar de no compartir algunos de sus puntos de vista y de que nuestra sensibilidad en diversas cuestiones no es la misma. De Pujol, de sus discursos, de sus escritos, de su acción de gobierno, de su conversación, he aprendido muchas cosas, muchísimas, y le estoy agradecido por ello.

Es evidente que en el tema del dinero -en cómo lo gestionó, o, por lo que parece, no lo gestionó- Pujol se ha equivocado inmensamente e incomprensiblemente, al menos a ojos de los que lo miramos desde fuera de su círculo íntimo y familiar. No sería de extrañar, además, que de lo que ha sucedido conozcamos en la actualidad solo la punta del iceberg y que el asunto se complique de manera infernal. Lo que creo que es justo en esta cuestión es que Pujol -y quien sea además de él- responda de sus actos. Ante Hacienda, ante la justicia, ante el partido que fundó y ante la gente de la calle. Son las reglas del juego. Y en política, más aún en la política de hoy, las reglas del juego son especialmente duras, casi crueles.

Esta crueldad se encargarán de confirmarla aquellos que intentarán linchar a Pujol y cubrir de porquería todo lo que ha llevado a cabo a lo largo de su vida, que es mucho. De hecho, algunos ya han empezado puntualmente a trabajar con este objetivo. Por supuesto, veremos también el afán de otros para, utilizando el escándalo, intentar desacreditar el catalanismo o romper el espinazo del soberanismo popular. Es el momento de los carroñeros. Es así y ante ello no se puede hacer gran cosa.

Pero también creo, quiero creer, que las cosas, con el tiempo, se acabarán situando en el terreno de la razonabilidad y el equilibrio. Por decirlo claro: la historia considerará a Pujol un gran político, un buen gobernante y un gran intelectual. A pesar de los que se esfuerzan y se esforzarán en impedirlo, al final el grano y la paja se separarán.

Ha pasado así infinidad de veces. Recuerdo, por ejemplo, los honores que Barcelona está rindiendo a Gabriel García Márquez: medalla de oro de la ciudad, y una calle y una biblioteca que por lo visto llevarán su nombre. El colombiano recibe toda clase de alabanzas a su literatura, mezcladas con recordatorios un poco provincianos de sus años barceloneses. Y me parece bien, a pesar de que Gabo, como todo el mundo sabe, legitimó sin descanso al régimen de Fidel Castro y aceptó encantado todas y cada una de las prebendas, regalos y homenajes que el dictador cubano le brindó. Eso no impide, de ningún modo, que García Márquez sea un escritor excelente, aunque, al menos para mí, muy diferente de Semprún.