Análisis

Se busca salvador

ERNEST FOLCH

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El Barça es el único equipo del mundo al que le tensionan por igual las derrotas que las victorias. Cuando pierde, como el sábado ante el Málaga, le entran las lógicas dudas y afloran viejos problemas. Pero cuando encadena 11 victorias seguidas, como le había sucedido hasta el partido del Málaga, es capaz de enmarañarse en debates sobre las causas del éxito, que son menos bizantinos de lo que parece.

El equipo llegó al partido del sábado con un diagnóstico contradictorio: mientras Messi aseguraba que había un antes y un después de Anoeta y que la racha se debía a un cambio de actitud, Luis Enrique lo atribuía a una evolución lógica del juego. Que traducido quiere decir: la estrella azulgrana cree que la reacción fue obra de los jugadores mientras el entrenador piensa que fue debida a la táctica. La intervención de Messi fue relevante porque puso en duda esas teorías sobrevenidas que nos cuentan que el Barça gana porque juega de otra forma, y puso el acento en la determinación de los jugadores por encima de las decisiones del entrenador.

Luis Enrique podría haber echado pelotas fuera, pero el entrenador prefirió mantener su tesis a costa de contradecir a Messi, en un ejercicio de tozudez estéril, que explica en sí mismo algunas de las turbulencias que han sacudido al equipo esta temporada. Casualidad o no, fue contradecir el entrenador a su estrella y el equipo chocó a las pocas horas contra una pared infranqueable: ni encontró soluciones ni pareció consciente en muchos minutos de lo que se le estaba escapando, como si estuviéramos otra vez en el bucle previo a Anoeta.

Una compleja dialéctica

Se pueden señalar culpables individuales, pero lo cierto es que todo lo que le sucede al equipo, para bien y para mal, tiene que ver con esta compleja dialéctica que hay entre Messi y el resto del mundo: sobre él pivota todo el club, y de sus relaciones cambiantes con cada uno de sus estamentos depende su armonía, es decir, la de todos.

Habrá que ver cómo y hasta cuándo se sostendrá el delicado equilibrio de poder pactado entre él y Luis Enrique, que se ha aguantado con la medicina infalible de las victorias. Y habrá también que preguntarse quién acepta el rol de salvador el día en que Messi no es capaz de ganar él solo el partido. Porque, al fin y al cabo, lo alarmante del sábado no fue la derrota, porque un equipo tiene derecho a tropezar después de 11 victorias consecutivas, sino la ausencia de un líder alternativo en el campo que se crezca cuando él decrece. En un equipo de delanteros, este papel correspondería a Luis Suárez y, sobre todo, a Neymar, ya maduro y en su segundo año, pero el sábado miró hacia otro lado y esperó, como el resto del equipo, que otro milagro cayera del cielo.

Es decir, que el Barça ha cumplido una racha maravillosa de victorias cabalgando a lomos de un Messi estratosférico, pero cuando el caballo se ha parado, el equipo se ha clavado justo al mismo tiempo, en perfecta coordinación. Más que ninguna declaración, esto es precisamente lo que debe resolver un entrenador.