Salud, trabajo y amor

ESTHER SÁNCHEZ

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Nadie puede negar la evidencia científica que muestra la influencia de los factores socio-económicos en la salud de las personas. Por ello, a nadie debería sorprender que la salud de los ciudadanos catalanes se haya resentido por haber pasado entre el 2006 y el 2013 de una tasa de desempleo del 7% al 21,8%, de una tasa de paro juvenil del 14,7% al 50,7%, o de una tasa de desempleo superior a los dos años del 2,5% al 7,6%. O por el hecho de que se haya llegado al punto en que el 62% de desempleados no perciban ningún subsidio; que la diferencia de rentas entre los más ricos y los más pobres haya pasado de un diferencial del 4,6% al 6,5%, o que las personas que viven por debajo del umbral de la pobreza hayan crecido de un 17,2% a un 20,1%.

En esta línea, es preocupante que sea especialmente entre la población desempleada de larga duración donde se observen por ejemplo un incremento del tabaquismo, una mayor prevalencia de consumo de riesgo de alcohol, un incremento en las hospitalizaciones por intento de suicidio o en la prevalencia de riesgo de sufrir patologías mentales o una peor valoración en el estado de salud percibido.

Como diría Magritte, estos no son datos estadísticos. Estamos hablando del derecho a la salud o a la integridad física y moral. Esto es, de derechos subjetivos que protegen a los ciudadanos no solo en su condición de personas, sino también en su condición de trabajadores... aunque estén desempleados.

Y esta realidad debe interpelar a las empresas y a los poderes públicos, para que adopten medidas reparadoras pero también y fundamentalmente, preventivas.

¿Somos conscientes de cómo se despide en algunas empresas? ¿Más allá de los responsables en recursos humanos sensibles a las cuestiones relacionales (afortunadamente los hay), los encargados de notificar los despidos saben hacerlo bien? ¿Van más allá de los consejos procedimentales que les han recomendado sus abogados y gestionan humanamente la desvinculación? Y no me estoy refiriendo a que entren en el artificio que magistralmente retrata la película de Jason Reitman Up in the air. ¿O es que no forma parte de las más elementales obligaciones en materia de prevención de riesgos laborales que el acto de despedir, en lugar de agravar el impacto por la pérdida del empleo, lo procure amortiguar? ¿Es sostenible, o admisible, un sistema en el que nos hemos limitado a patrimonializar el despido, atribuyéndole simplemente un valor económico que desconoce absolutamente el valor social del trabajo y su influencia sobre el desarrollo personal y social?

Y en relación con los poderes públicos, ¿cómo puede abordarse con seriedad cualquier política activa de empleo que no contemple la dimensión salud y que no trabaje previamente de forma intensiva las resistencias emocionales que bloquean al trabajador en su búsqueda de empleo? O peor, que sancionen al trabajador porque no acepta seguir determinadas acciones de orientación o formación que, según cómo se planteen, pueden convertirse en otro factor estresante.

En épocas de crisis, hablar de prevención puede resultar una frivolidad para los que padecen miopía social o adicción a la contingencia. Pero, ¿cómo pretendemos crecer si somos una sociedad enferma que no entiende que más vale prevenir que curar?