Dos miradas

Salchichas

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Podría haber sido cualquier camión, como de hecho podría ser cualquier barco, una patera, cualquier bote. Podría haber sido una furgoneta que reparte pan o que se dedica al negocio de la fontanería. Pero no. El guionista más cruel no habría podido elegir mejor el ataúd de las 71 personas que murieron de manera indigna en algún lugar perdido del corazón de Europa, entre Austria y Hungría. Un camión con un pollo enorme estampado en la parte trasera y con enormes salchichas de diversas clases, picantes y con especias, hechas de pollo, en los laterales. Un camión preparado para transportar carne, bazofia de carne para supermercados. Y dentro, en este viaje tétrico, humanos que veían como otros humanos iban muriendo, sin aire, mientras ellos mismos, los que aún sobrevivían en aquel pudridero de cuerpos apilados y de almas desoladas, no podían sino contemplar, con desespero, la llegada del final ineluctable mientras el conductor, impertérrito, engullía kilómetros hacia un no-lugar, no hacia el infierno, porque el infierno estaba dentro, sino hacia el vacío más absoluto y abyecto, rodeado de coches con familias europeas que iban o volvían de vacaciones, desconocedoras de la carga del camión de salchichas de pollo al que estaban adelantando. Incluso, tal vez se dio el caso de un niño que miró por la ventana y comentó a sus padres: «Mirad, mirad, de este pollo se hacen salchichas y ahora las llevan al supermercado».