Tú, robot

Estamos ante una era en la que habrá ámbitos donde será difícil distinguir entre personas y máquinas

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MARÇAL SINTES

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Hace algo más de cinco años, a las tres y media de la tarde, se produjo en la Bolsa de Nueva York el gran susto conocido después como Flash Crash. De pronto y en muy pocos minutos, los valores se desplomaron sin razón que lo explicara. Después se supo que el caos lo había provocado una orden de venta lanzada por un robot. El brusco movimiento desencadenado por el algoritmo de la máquina causó la mayor oscilación que se ha producido  en un día a lo largo de la historia del Dow Jones desde el crash de 1987. La imagen de un montón de gente con chaquetas de colores gesticulando y gritando es historia.

Las bolsas norteamericanas están en manos de las máquinas, que actúan siguiendo algoritmos cada vez más complejos. Son capaces, se dice, de llegar a operar a una velocidad de 0,001 segundos, y cada vez van más rápidas. La velocidad es, de hecho, un factor tan estratégico que existe una auténtica carrera para encontrar locales cerca de Wall Street donde situar los correspondientes servidores. Un milisegundo ganado a la competencia supone una fortuna. Se calcula que en Wall Street estos robots -«robots depredadores», los llaman algunos- controlan más de la mitad de las operaciones. En Europa no llega a tanto, pero la proporción no deja de aumentar.

Una equivocación en cadena -como hemos visto, no sería la primera- de los robots podría generar un desastre de consecuencias imprevisibles para la economía mundial. Sin embargo, parece que a nadie le interesa -y menos que a nadie, a los que con todo ello ganan montañas de dinero- interrogarse seriamente sobre si es sensato que unas cajas metálicas con luces y cables acumulen un potencial tan devastador.

Pero los ordenadores no solo hacen subir y bajar la bolsa. También los hay que son capaces de redactar textos sencillos a partir de datos, de datos bursátiles, por ejemplo. Naturalmente, cada vez escriben con menos errores y hay diarios, entre ellos Los Angeles Times, que hace tiempo que los usan. ¿Podrán escribir algún día -en pocos segundos, a coste prácticamente cero- artículos como este que tienen delante u otros que se pueden encontrar en EL PERIÓDICO? Hace unos años hubiera dicho taxativamente que no. Hoy creo que es posible, y que tal vez incluso lo veamos dentro de no muchos años.

Yo había sido, digamos, un jugador de ajedrez amateur pero adelantado. Y estaba convencido de que ninguna máquina podría derrotar nunca al mejor ajedrecista del mundo. Entonces se produjo el desafío. Yo confiaba ciegamente en Gary Kaspárov, el Ogro de Bakú. El hombre ganó el primer encuentro contra el robot por 4 a 2. En el segundo, un año después, la bestia creada por IBM, el Deep Blue II -una versión mejorada del modelo anterior-, lo derrotó por 3,5 a 2,5. Era en 1997. Fue un momento triste pero tremendamente esclarecedor.

Hace un tiempo supimos que ya hay prototipos que son capaces de superar el test de Turing, o sea, que son capaces de mantener una conversación con un humano sin que este pueda distinguir si quién le habla es una máquina u otra persona. El filme Her, dirigido por Spike Jonze, da la frontera de Turing por superada y nos narra la historia de Theodor -encarnado por Joaquin Phoenix-, un hombre que se enamora de un programa operativo de inteligencia artificial. El software le habla con voz de mujer -la de Scarlett Johansson-, se llama Samantha y se puede configurar según la personalidad y los gustos del usuario. Samantha es capaz no solo de conversar, sino de razonar perfectamente, aprender y tener sentido del humor.

La película resulta desconcertante, y nos interpela sobre la verdadera naturaleza del amor. Pero, sobre todo, nos impulsa a preguntarnos qué entendemos por existencia o qué es eso que llamamos identidad. En definitiva, nos obliga a repensar quiénes somos. Nos hallamos en el umbral de una era en la que en bastantes ámbitos resultará muy difícil o imposible distinguir entre personas y máquinas.

¿Cómo se gestiona esto? Porque, por supuesto, no nos bastará con las tres leyes de la robótica ideadas por el gran Isaac Asimov hace más de 70 años. Necesitaremos mucho más, y no parece que este sea un reto que preocupe sobremanera ni a políticos ni a intelectuales. Es como si todos aparentaran que el futuro del que les hablo sigue siendo ciencia ficción, como cuando Asimov escribió Yo, robot y el resto de sus libros. Quizá lo que ocurre es que el problema es tan complejo que nadie se atreve a enfrentarse a él con valentía y profundidad. O quizá solo se trata de dejadez y escapismo. Sea como sea, esperemos que no hayamos de arrepentirnos de tanta imprevisión. Porque no está nada claro que, como sucede en Terminator, la humanidad disponga de la alternativa de enviar a alguien al pasado con la misión de corregir nuestras equivocaciones del presente.