LA CLAVE
La resurrección de Calígula
Presentarse hoy en Washington no como un gobernante inteligente, ni siquiera muy inteligente, sino como un genio, debe de ser lo más parecido a consagrarse como un dios en la Roma imperial
Luis Mauri
Director adjunto
LUIS MAURI
El nombre de Calígula va asociado invariablemente a la tiranía, la crueldad y la demencia en el ejercicio del poder. Calígula, o Cayo Julio César Augusto Germánico, fue el tercer emperador de Roma. Sanguinario, despiadado y extravagante, durante los cuatro años escasos que estuvo al frente del imperio (37-41) tuvo tiempo de liquidar a un buen número de conspiradores reales e imaginarios, vaciar las arcas imperiales, causar una hambruna, saquear a su pueblo y presentarse ante el Senado y los romanos como un dios al que debían rendir culto. Eso, sin contar con el episodio de Incitatus, el caballo que quiso promocionar a cónsul.
Dos mil años después, el líder de la primera superpotencia mundial, Donald Trump, se presenta ante la humanidad como un genio. Esta ha sido la respuesta del presidente de EEUU al demoledor y a la vez aterrador retrato de su mandato que hace Michael Wolff que hace Michael Wolff en Fire and Fury. Inside the Trump White House, una bomba editorial y política de muchos kilotones.
Wolff dibuja a un presidente ignorante, incapaz, sobrepasado amplísimamente por la responsabilidad y las exigencias de su cargo, iletrado, caprichoso, con un perfil psicológico rayano en la insania… Un peligro público para el país que lo aupó a la presidencia y para la estabilidad del mundo entero.
La respuesta de Trump, después de amenazar en vano con impedir la publicación del libro, ha llegado por Twitter, su canal de comunicación predilecto, tanto para esto como para lanzar bravatas nucleares o mofarse de los efectos del cambio climático: "Yo pasé de ser un empresario de enorme éxito, a una estrella de la televisión y a presidente de EEUU en mi primer intento. Me parece que eso no equivale a ser muy inteligente, sino a ser un genio, un genio muy estable".
Salvada la brecha histórica y cultural de los dos últimos milenios, las cosas no parecen haber cambiado tanto. Presentarse hoy en Washington no como un gobernante inteligente, ni siquiera muy inteligente, sino como un genio, debe de ser lo más parecido a consagrarse como un dios en la Roma imperial.
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