La desautorización del ministro de Interior

Reprobaciones de hojalata

Más allá de una reprimenda social, mediática y política, no ha habido ninguna consecuencia política de 'fernandezgate'

El exministro del Interior, Jorge Fernández-Díaz.

El exministro del Interior, Jorge Fernández-Díaz. / periodico

FRANCESC VALLÈS

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Todos los partidos salvo el PP votaron en el Congreso la reprobación del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, por las conversaciones que mantuvo en su despacho con el entonces jefe de la Oficina Antifraude de la Generalitat de Catalunya en las que le animaba a impulsar actuaciones contra cargos públicos independentistas sobre bases jurídicas “poco sólidas".

Si no fuera por la gravedad de los hechos y por el impacto dañino que ha provocado sobre la credibilidad de nuestras instituciones, el contenido de la conversación, su grabación (ni más ni menos que en la sede del máximo responsable de la Policía de nuestro país) y su posterior filtración a los medios de comunicación tenía todos los elementos para formar parte del argumento de una película de espías de serie B con un protagonista con poca solvencia y muy pocos escrúpulos. 

El episodio es tan espeluznante y grotesco que no da para más. Pero el verdadero problema de esa forma de actuar tan oscura y siniestra por parte de un ministro que ya ha dado demasiados ejemplos de falta de talante democrático, es que ha provocado eldescrédito y la desconfianza en nuestras instituciones democráticas y ha detonado la aparición de dudas razonables sobre la posibilidad de que determinadas instituciones de nuestro país puedan actuar por indicaciones o motivaciones políticas."

La Oficina Antifraude, como la Fiscalía, actúa en defensa de la legalidad, protegiendo los derechos de los ciudadanos y el interés público, y debe hacerlo de acuerdo con los principios de legalidad e imparcialidad. En la misma página web de la Oficina Antifraude de Catalunya, se cita, con afán pedagógico, el contenido de su ley reguladora, y se recuerda que aquella debe actuar “con plena independencia y objetividad en el ejercicio de sus funciones, y que no recibe instrucciones de ninguna autoridad, quedando únicamente sometida a la Constitución, al Estatuto de Autonomía y al resto del ordenamiento jurídico”. Y, por si fuera poco, en el frontispicio de la misma página reza una frase en la que debe regirse su funcionamiento: “Reforzando la integridad del sector público catalán”. El jefe de la Oficina falló a ese principio estructural de comportamiento y por ello el Parlament lo cesó fulminantemente.

REPRIMENDA SOCIAL Y POLÍTICA SIN CONSECUENCIAS

Pero, ¿qué ha sucedido con el otro interlocutor? ¿Cuáles han sido las consecuencias políticas para el ministro del Interior de esa actuación indigna? Pues, ninguna. No ha sucedido nada. Más allá de una reprimenda social, mediática y política, no ha habido ninguna consecuencia política ni asunción de responsabilidades. En cualquier país con una democracia mínimamente consolidada un ministro que haya instado a una autoridad independiente a actuar judicialmente contra cargos públicos por motivos políticos ya habría caído fruto de la presión social. Si encima se filtran y trascienden las conversaciones en las que se realizan esas 'instrucciones', el manual de la ética política y de la asunción de responsabilidades aconsejaría una dimisión inmediata. Pero si además prospera una reprobación parlamentaria unánime de todos los partidos menos el del ministro, el cese por parte del presidente del Gobierno debería ser un automatismo, un acto reflejo.

Sin embargo, aquí no ha pasado nada: ni un pestañeo, ni una rectificación, ni una disculpa, ni la más mínima muestra de arrepentimiento. Más bien todo lo contrario: el ministro se ha reafirmado en sus actuaciones, ha adoptado un tono altamente desafiante y las ha justificado con una actitud tan arrogante como preocupante. Una reacción indigna de un servidor público en una sociedad democrática avanzada.  

Es verdad que en nuestro sistema político quien otorga la confianza a un ministro para que lo sea (o para que lo siga siendo) no es el Parlamento. Quien se la da es el presidente del Gobierno, que es precisamente ante quien responde. El Parlamento inviste al presidente, pero no puede nombrar ni cesar ministros. Pero tampoco parece sensato que en un sistema parlamentario las reprobaciones sean estériles y los irresponsables, inmunes. Una desautorización mayoritaria del Parlamento de este calibre debe tener consecuencias políticas y, si el interesado no las percibe, debería ejecutarlas quien le ha nombrado. En caso contrario, es la calidad de nuestra propia democracia la que se resiente y, por extensión, la de toda la sociedad.