El régimen sirio es parte del problema, no de la solución

MARC MARGINEDAS

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«Os enfrentáis a un Estado aceptado por un gran número de musulmanes de todo el mundo; cualquier agresión al Estado Islámico será considerada como una agresión contra los musulmanes».

Mucho se ha dicho, escrito o especulado del Estado Islámico (EI), el grupo yihadista que controla gran parte del norte de Siria e Irak. Pero si de algo no se puede acusar al califato proclamado por Abú Baqr al Bagdadi es de ocultar sus intenciones a sus enemigos. En uno de su vídeos, un militante del EI, dirigiéndose al presidente Barack Obama, reconocía que la campaña de ataques aéreos de EEUU en Irak estaba causando «bajas entre los musulmanes», al tiempo que le advertía de los peligros de iniciar una guerra contra el EI, al que identificaba con el islam suní, profesado por 1.500 millones de personas, es decir, por 1,5 de cada siete seres humanos.

Regla básica

La principal regla que los psicólogos recomiendan a sus pacientes para defenderse eficazmente de las provocaciones externas -originadas por excónyugues despechados, examantes rechazados o examigos apartados del círculo íntimo- es evitar que la respuesta sea «reactiva». Es decir, la réplica ante la comunicación perversa planteada por alguien posicionado como enemigo debe estar presidida por la reflexión. Porque, tal y como escribe Leon F. Seltzer, una vez que ese alguien logra «tocar la fibra sensible» del agredido, éste no puede hacer «otra cosa que reaccionar», lo que equivale a «ser arrastrado a comportarse de forma emotiva», sin libertad.

El EI ha mostrado sus cartas, es decir, su intención de convertir la confrontación en Irak y Siria en una nueva guerra entre Occidente-y el islam. Y es de suponer que las cabezas pensantes en Washington, Londres, París o Madrid están ya diseñando estrategias para neutralizar el juego perverso del EI, es decir, en alejar cualquier «reactividad» de sus políticas.

Sin ánimo de dar consejos a nadie, es menester recordar aquí a los lectores la génesis de la guerra siria, para así desarticular posibles tentativas de manipulación por parte de alguno de los actores en liza. Quienes informaron del levantamiento en el 2011 y 2012, quienes visitaron los hospitales bombardeados con impunidad por la aviación, quienes contemplaron las escuelas destruidas, dan fe de la profunda frustración entre muchos sirios sunís ante la inacción de los denominados países de Occidente a la hora de defenderles de los ataques indiscriminados del régimen. Esas mismas potencias que hace un año rehuyeron la guerra, salen ahora en defensa de minorías religiosas ajenas -yazidís, cristianos- abonando el terreno para la guerra civilizacional contra el islam que intenta lanzar el califato.

Pero la responsabilidad de Damasco no solo se limita a la deriva sanguinaria que han tomado los acontecimientos. El Gobierno sirio ha azuzado la presencia de yihadistas entre los rebeldes con métodos ya empleados por regímenes de talante similar -es decir, controlados por los servicios secretos- en guerras civiles anteriores (Argelia en los 90, Chechenia en la pasada década) creando, como mínimo, las condiciones ideales para que los radicales secuestraran al movimiento rebelde.

En primer lugar, durante el 2011, Damasco excarceló a prisioneros yihadistas para que se unieran a la rebelión e impulsar así la percepción entre la comunidad internacional de que se enfrentaba a una revuelta de Al Qaeda. «El régimen no solo abrió la puerta de las prisiones y permitió salir a los extremistas; facilitó su trabajo en la creación de brigadas armadas», confesó a The National en enero de este año un arrepentido del Directorio Militar de Inteligencia, el servicio secreto militar sirio.

Castigo a Alepo

En octubre, noviembre y diciembre pasados, la aviación lealista castigó día y noche los barrios insurgentes en Alepo, donde operaban diversas milicias como el Frente Islámico o el moderado Ejército Sirio Libre. La luz apenas llegaba a los hogares, y los estragos de la guerra generaban graves problemas de abastecimiento.

En cambio, en enero y febrero, en Raqqa, capital del EI, la guerra apenas se sentía. Los bombardeos brillaban por su ausencia, había luz siete horas al día y comida abundante.

Algunos hechos refuerzan la creencia de que existen pactos -tácitos o materiales- entre Damasco y el yihadismo. En mayo del 2013, The Guardian informó que el grupo Jabhat al Nusra, bajo cuyo control se encontraban los pozos de petróleo del sureste, recibía del régimen 1,76 millones de euros mensuales para mantener el flujo de crudo a Banyas y Latakia, ciudades lealistas.

Por su parte, el comentarista Abdulrahman al Rashid subrayó recientemente en Al Arabiya, el sinsentido que supone para el EI -una organización que busca ante todo «atención mediática»- abstenerse de atacar Damasco, la capital de Asad, optando por expandirse por el lejano norte de Irak. Los acontecimientos «refuerzan la creencia de que el régimen está entregando deliberadamente zonas lejanas al control del EI, al tiempo que lucha con el Ejército Sirio Libre en Jawvbar, Rokneddine y Damasco», escribió Al Rashid.

Así las cosas, pensar que el régimen de Asad es capaz de formar parte de una solución duradera de paz para Oriente Próximo equivale a creer que un incendio puede apagarse con gasolina y no con agua.