Los jueves, economía

La reforma que no será

El cambio más importante que debería abordar el país es el funcionamiento de los partidos políticos

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ANTONIO ARGANDOÑA

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Que la sociedad española necesita unas cuantas reformas en sus leyes e instituciones es cosa que muchos creemos. Las que estamos viendo estos días nos pueden gustar mucho, poco o nada, pero hay una que me parece muy importante, porque está en la base de casi todas las demás. Pero no se preocupe el lector: no la veremos en elBoletín Oficial del Estado,a menos que ocurra una catástrofe humana, social, política y económica. Me refiero a la reforma de los partidos políticos.

¿Una reforma necesaria? Sí, mucho. En algunos partidos más que en otros, claro. Y no me refiero a la reforma electoral, sino a la interna; una reforma que debería venir de los partidos mismos, porque la ley tiene algo que decir, pero poco. Aunque ya sería un avance aclarar la financiación de los partidos, o dar transparencia a sus cuentas. Pero esa reforma no se dará, porque sería equivalente a cortar la rama del árbol en la que está sentada la clase política.

Como regla general, los partidos han perdido el contacto con los ciudadanos. No tienen incentivos para comunicarse con ellos, salvo para ganar su voto. Y esa comunicación la llevan a cabo a través de los medios, lo que significa que está subordinada a los intereses económicos de la prensa escrita, la televisión o la radio. O, alternativamente, que periódicos, teles y radios entren a formar parte del juego partidista de los partidos. Pero, en todo caso, no hay un esfuerzo por enlazar partidos con ciudadanos, ni siquiera con sus militantes.

Porque los vínculos de los partidos con sus electores son muy pobres. Los afiliados tienen muy pocos derechos en los partidos, y no digamos ya si se trata simplemente de simpatizantes. No tienen voz e influencia en la estructura de los partidos -quizá haya alguna excepción, pero esto más bien confirmaría la regla-. La consecuencia es una lealtad de los ciudadanos más dirigida a la ideología que al partido.

Esto tiene que ver con la pérdida de identidad de los partidos, que se han convertido más bien en una estructura burocrática, donde la cúpula mantiene el poder. La disciplina interna domina sobre la innovación; las nuevas ideas entran con dificultad, lo que acentúa el carácter burocrático del partido y su imposibilidad para adoptar actitudes nuevas, salvo quizá en situaciones de catástrofe electoral. Las corrientes internas no son bien vistas; a lo más hay personalismos: los partidarios de fulano contra los de mengano, o los de tal comunidad autónoma contra los de tal otra. La democracia interna y la participación son limitadas y, en todo caso, son filtradas por la estructura interna.

Dentro del partido se desarrollan carreras políticas a tiempo completo, desconectadas de la vida real. Los candidatos son reclutados desde dentro de la estructura partidista. Y la consecuencia de todo ello es que los ciudadanos se sienten muy alejados de los partidos: no ven un compromiso ético en ellos, y las mismas cuentas parecen un ejercicio de oscuridad.

Y esto nos lleva a un tercer bloque de problemas: la lucha entre partidos es, aparentemente una guerra a muerte, pero, de hecho, es un acuerdo del tipo vive y deja vivir. En la calle aparece como una guerra de ideologías, pero no se discuten las propuestas del contrario: simplemente, se dice que no. Luego, en el Parlamento, se hacen transacciones, porque el objetivo de todos es el mismo: continuar en la política. Comparten la misma tarta de recursos económicos del Estado, lo que les lleva a una actitud prudente de hoy por ti, mañana por mí, con el riesgo de conductas corruptas. Al final, lo único que cuenta es ganar las elecciones.

Ya he dicho antes que todo esto no tiene remedio fácil, porque los partidos, desde dentro, no llevarán a cabo la reforma que necesitan. No tienen los medios humanos, independientes y capaces, para llevarla a cabo, ni los medios económicos, ni siquiera modelos teóricos próximos a los que imitar. Están lejos de la opinión pública, no escuchan a la calle porque sus intereses van por otro lado. Les falta la savia renovadora de las bases o de los expertos independientes.

Se me ocurren dos posibles remedios para este conjunto de problemas. Uno es la reforma de la ley electoral, de forma que les obligue a cambiar sus estructuras burocráticas y sus tics intelectuales y políticos. Pero no tienen incentivos para llevar a cabo esa reforma.

Otro es que la calle grite más. Pero esto es difícil, porque su relación con los partidos viene intermediada por los medios de comunicación, que han desarrollado, al menos muchos de ellos, una estrategia de aproximación ideológica a un partido, que en algunos casos es un verdadero compromiso corporativo, lo que compromete su independencia y les hace depender excesivamente de las actitudes del partido, pues no tienen tiempo ni medios para estudiar y analizar las propuestas de los partidos. Añádase a ello la grave crisis económica de los medios de comunicación, y tendrán explicado por qué no es fácil que veamos la tan necesaria reforma de los partidos. Profesor del IESE. Cátedra La Caixa.