El conflicto España-Catalunya

Rajoy y el vagón de Compiègne

En este país que carece de cultura de la mediación, los conflictos siempre acaban en forma de pleito

JOAN BARRIL

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En la antropología del rencor se intuyen de antemano los efectos que va a tener para el futuro el mantenimiento de los enfrentamientos. Llevamos años en España con el conflicto sobre la consulta catalana y no parece que la música trompetera de los unos y de los otros vaya a remitir. El encastillamiento en una inamovible legalidad y la reivindicación de la quimera corren a la par. Incluso los más escépticos del lugar, aquellos que hace unos meses intentaban hacer ver que la cosa no iba con ellos y que el conflicto acabaría siendo flor de un día, hoy empiezan a experimentar una cierta preocupación. Los interlocutores no parecen estar por la labor de construir puentes y las amenazas del Estado fuerte están tan fuera de lugar que llegan a provocar la multiplicación de los refractarios.

En la fase actual del debate da la sensación de que el Estado centrípeto es incapaz, por desgana o por incapacidad, de encontrar fórmulas de diálogo que permitan salir de la parálisis institucional en la que nos encontramos. ¿Creen ustedes de verdad que dos supuestos líderes como Mas o Rajoy disponen de cintura suficiente para, como diría Sergio Dalma, bailar pegados? El conflicto catalano-español se está convirtiendo a ojos del mundo en una demostración palmaria de la incapacidad de negociación.

Para encontrar otro símil histórico parecido a la intransigencia del no hay que ir al 11 de noviembre de 1918, cuando las fuerzas aliadas asistieron a la firma de la capitulación de los ejércitos del káiser. Fue un tratado oneroso y humillante. La miopía de los vencedores de la Gran Guerra, henchidos de vanidad guerrera sustentada sobre millones de cadáveres, les impidió ver que con aquel tratado se estaban poniendo los cimientos de lo que 21 años después sería la segunda guerra mundial. La firma del mal llamado armisticio tuvo lugar en un vagón de ferrocarril en Compiègne. Se sentaron entonces las bases de un rencor que solo la Unión Europea ha conseguido disipar, porque Hitler en persona, una vez hubo conquistado París, mandó traer de nuevo el dichoso vagón de Compiègne y, en el mismo lugar, obligó a los franceses a firmar la partición de Francia y su desarme. Tampoco allí hubo ninguna apelación a la mediación, tal vez porque los conflictos armados se ganan pero no se negocian.

La politóloga colombiana Esperanza Hernando, estudiosa de la mediación, recuerda a menudo la evolución del diálogo en la resolución de conflictos. Desde tiempos antiguos, en Roma eran vigentes las llamadas XII tablas en las que Cicerón urdió grandes discursos dedicados a la transacción. La conciliación y la mediación han sido tradicionales en las costumbres civiles japonesas. De sus 128 millones de habitantes se contabilizaban en el 2000 unos 15.000 abogados frente a 10 millones de mediadores. Incluso nuestros vecinos los portugueses establecieron en el llamado Código Manuelino, de 1521, que era obligatorio conciliar antes de presentar una demanda.

¿Sería posible aplicar esa tradición histórica del pacto en el debate actual entre España y una parte de Catalunya? Permítanme que añada mis dudas a las de ustedes. Rajoy está instalado en su personal vagón de Compiègne, pero no está dispuesto a aprender la lección histórica por la que una firma o una votación negativa a la causa de la soberanía catalana como la que va a tener lugar el 8 de abril no comportará necesariamente que la pasión nacionalista mutua desaparezca. Eso va para largo. Y si el soberanismo continúa cruzando calles con el semáforo en verde de la no violencia y de la persuasión, entonces ¿qué le va a quedar a ese constitucionalismo pétreo en el que se fortifican aquellos que en un día de agosto del 2011 decidieron modificar la Constitución en beneficio de los bancos?

A Rajoy se le debería advertir de que tiene la autoridad, pero que se va disolviendo poco a poco la autoridad moral del buen gobernante. Pero, aunque en esos tiempos revueltos la mediación no se lleva, bueno sería que ya de antemano se estableciera un foro de buena voluntad en el que el conflicto diera paso a alguna renuncia y a mejores palabras de las que hasta ahora llevamos oídas. Rajoy podría apadrinar un invisible Ministerio de Catalunya en el que unos expertos le advirtieran no tanto de lo que se debe hacer cuanto de lo que no conviene hacer. Por ejemplo: meter las manos en la cuestión lingüística, ignorar el déficit de infraestructuras, insistir más en las prohibiciones que en las colaboraciones. No se puede exigir la lealtad del frágil a costa de la deslealtad del fuerte.

De los mediadores lúcidos y altruistas dependerá que en los próximos tiempos estemos de nuevo sentados en el vagón de Compiègne o cantando con las bacantes de la Arcadia en un insólito reconocimiento.